La resiliencia como acto político


Tras la Segunda Guerra Mundial, Alemania no sólo tuvo que levantar fábricas y ciudades, sino reconstruir algo más frágil: la confianza en el futuro. El llamado “milagro económico alemán” suele leerse en clave técnica o económica, pero es, ante todo, una historia cultural y política sobre resiliencia, iniciativa privada y sacrificio colectivo.

Fuente: Ideas Textuales



En el debate contemporáneo, la resiliencia suele invocarse como una virtud individual o empresarial. La capacidad de reponerse ante la adversidad, de resistir crisis o de rebotar tras un golpe económico. Sin embargo, esta visión, aunque extendida, resulta insuficiente para comprender la verdadera dimensión del concepto. La resiliencia, más que una consigna terapéutica, es una categoría política y cultural. No nace en la intimidad del carácter, sino en el espacio público, allí donde una sociedad decide no resignarse al colapso de su mundo común y se compromete con la reconstrucción de un horizonte compartido.

La resiliencia política se diferencia de la psicológica en que no se limita a la capacidad de adaptación individual, sino que implica la acción colectiva orientada a restaurar o reinventar el sentido de comunidad tras una crisis. Es la decisión de actuar, de organizarse y de proyectar un futuro posible, incluso cuando no existen garantías de éxito. Esta resiliencia no es espontánea ni automática. Requiere liderazgo, visión y, sobre todo, la construcción de narrativas que den sentido al sacrificio y a la iniciativa.

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La Alemania de la posguerra constituye un ejemplo paradigmático de resiliencia política. Tras 1945, el país no solo estaba materialmente devastado, había perdido la continuidad de sentido. Las ciudades eran escombros, la economía formal había sido sustituida por el mercado negro y millones de personas vagaban sin hogar ni certezas. Pero el mayor desafío era moral: ¿cómo seguir adelante después de la derrota, la devastación y la culpa colectiva?

El llamado “milagro económico alemán” suele explicarse en términos de cifras, como el crecimiento acelerado, la baja inflación o el aumento de la productividad. Sin embargo, esta lectura tecnocrática oculta lo esencial. Ninguna reconstrucción de esa magnitud es posible sin una decisión previa, cultural y política, de actuar cuando no existen garantías.

La iniciativa privada fue uno de los motores visibles de este proceso. No se trató del empresario heroico, sino de personas dispuestas a iniciar proyectos, invertir tiempo, trabajo y recursos en un contexto donde el fracaso era probable. Emprender, en la Alemania de finales de los años cuarenta, era una forma de exposición y de fe en que el mundo podía volver a sostener promesas.

Esta iniciativa estuvo acompañada por un sacrificio cotidiano. Jornadas laborales extensas, salarios contenidos, consumo austero y una ética del esfuerzo que asumía que los beneficios no serían inmediatos. No fue una obediencia ciega ni una disciplina impuesta exclusivamente desde el Estado, sino una aceptación colectiva de trabajar hoy para que mañana exista algo que heredar.

Sin embargo, el sacrificio por sí solo no explica la resiliencia. Sociedades enteras han sido sacrificadas sin que de ello emergiera nada digno de ser llamado reconstrucción. Lo decisivo fue la existencia de una visión de futuro compartida, modesta pero firme. No una utopía revolucionaria ni una promesa de redención histórica, sino la convicción de que era posible construir un orden más estable, previsible y humano que el que había conducido a la catástrofe.

En este contexto, la llamada economía social de mercado fue mucho más que una fórmula económica, constituyó un pacto cultural. Permitió combinar la iniciativa privada con un Estado que no renunciaba a su responsabilidad social, ni dejaba librada la suerte de los individuos a la pura lógica del mercado. Sindicatos, empresarios y Estado se integraron en un sistema de consensos imperfectos pero funcionales, donde el conflicto no desaparecía, pero se encauzaba.

Lo relevante no es si este modelo fue perfecto, sino que ofreció un horizonte de sentido. La gente sabía por qué trabajaba, para qué se sacrificaba y qué tipo de país estaba ayudando a levantar. La resiliencia, en este contexto, no fue una reacción automática, sino una forma de acción consciente frente a la historia.

No obstante, este proceso estuvo lleno de ambigüedades. Hubo continuidades incómodas con el pasado, silencios sobre responsabilidades y una integración desigual de los distintos sectores sociales. La política real no se desarrolla en condiciones morales ideales, sino en el terreno accidentado de lo posible. Alemania eligió no quedar atrapada en el resentimiento ni en el victimismo perpetuo, apostando por la reconstrucción y el futuro.

Hoy, cuando Europa y América Latina enfrentan crisis de legitimidad, fatiga institucional y desconfianza hacia el futuro, el caso alemán ofrece una aleccionadora enseñanza. La resiliencia no se decreta, no se importa ni se improvisa. Requiere iniciativa, pero también sacrificio. Y exige, sobre todo, una visión de futuro que vuelva razonable el esfuerzo presente.

En tiempos donde se exalta el derecho inmediato y se desconfía del largo plazo, recordar esta experiencia resulta una advertencia cultural. Sin un horizonte compartido, la iniciativa se vuelve oportunismo y el sacrificio, mera explotación. Pero cuando ambos se articulan en una narrativa común, la resiliencia deja de ser un eslogan y se convierte en una forma concreta de reconstruir el mundo.

Las sociedades no se salvan por milagros económicos, sino cuando deciden actuar como si el futuro todavía valiera la pena. La resiliencia política exige construir relatos compartidos, asumir sacrificios con sentido y articular la iniciativa individual en proyectos colectivos. Solo así, frente a la adversidad, la reconstrucción será posible y el futuro, una promesa razonable.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales