Cada 8 de diciembre, miles de fieles peregrinan hacia el Santuario de Cotoca en una tradición que mezcla fe, memoria y cultura. Entre caminatas nocturnas, promesas y velas encendidas, la devoción a la Virgen vuelve a movilizar a todo un pueblo.

Fuente: eldeber.com.bo
La madrugada del 8 de diciembre tiene un brillo particular en Santa Cruz. No se trata solo de las luces que bordean la ciudad ni del cielo despejado que anuncia el inicio del verano.
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Es una claridad distinta, casi íntima, que nace en los pasos silenciosos de miles de peregrinos que avanzan hacia Cotoca. Algunos caminan desde la rotonda del cuarto anillo, otros desde más lejos, y hay quienes -por promesa o tradición- atraviesan la ruta completa desde el centro cruceño. Son trayectos que pueden durar entre dos y seis horas, dependiendo del ritmo, pero en todos late la misma fuerza: la devoción a la Virgen de Cotoca.
La historia cuenta que la Virgen apareció a fines del siglo XVIII, en un árbol de toborochi, en un pequeño poblado que entonces vivía de la agricultura y la cerámica. Con el tiempo, la imagen morena se convirtió en protectora de los trabajadores, de los oprimidos y de las familias que buscaban consuelo. El pueblo creció alrededor del milagro y, en 1799, se levantó la primera iglesia. Desde entonces, Cotoca dejó de ser un lugar al borde del camino para transformarse en corazón espiritual de Santa Cruz.
Hoy, el santuario es punto de encuentro para cientos de miles de devotos que acuden cada año, muchos el 7 por la noche, otros el mismo 8 al amanecer. La romería es un rastro vivo de esa historia, un puente entre generaciones.
Se ve a padres que llevan de la mano a sus hijos, a jóvenes que avanzan en grupo entre risas y cánticos, a ancianos que caminan lentamente apoyados en bastones, a comerciantes que ofrecen agua, somó y masitas; y también a policías, bomberos y voluntarios que guían, protegen y organizan la marea humana.
Hay quienes avanzan descalzos, otros con velas encendidas, y no faltan quienes llevan en una mochila las fotos de seres queridos.
Las promesas son variadas: salud para un hijo, trabajo para un familiar, agradecimiento por un milagro recibido. Algunos peregrinos aseguran que la caminata no cansa; que el cansancio llega después, cuando el cuerpo recupera el peso que la fe les quita por unas horas.
Al llegar a Cotoca, el ambiente cambia sin perder su esencia. El santuario se ilumina con miles de velas, y el aroma de las velitas de sebo se mezcla con el de las empanadas y los buñuelos recién hechos.
La plaza está llena de puestos, rosarios, estampas, manillas y figuras de cerámica que recuerdan los oficios tradicionales del pueblo. La Iglesia celebra misas continuas; las campanas repican; los creyentes se arrodillan al ingresar al templo y muchos tocan la imagen de la Virgen como si en ese gesto se resumieran años de esperanza.
Los sacerdotes de la parroquia cuentan que la festividad de la Inmaculada Concepción fue adoptada por la comunidad de Cotoca desde tiempos coloniales. Con la expansión de Santa Cruz en el siglo XX, la romería creció hasta convertirse en uno de los ritos más multitudinarios del oriente boliviano. Según datos oficiales, cada año pueden participar más de 300.000 personas entre peregrinos, visitantes y habitantes del pueblo. Es una cifra que habla de la magnitud del fervor, pero también de la logística que implica garantizar seguridad, limpieza, servicios y atención médica.
La romería, sin embargo, no es solo multitud. Es también una narrativa íntima que se renueva en cada caminante. En el camino se escuchan historias que no suelen aparecer en los informes oficiales: madres que cargan a sus bebés y agradecen haberlos visto sanar; migrantes que regresan después de años y caminan para “reconectar” con su tierra; jóvenes que dicen haber encontrado en la fe un rumbo que la ciudad les arrebataba.
Cotoca, con su plaza, su santuario y su dulzura de pueblo antiguo, recibe a todos. Y mientras el sol del 8 de diciembre se eleva, la romería se transforma poco a poco en fiesta: grupos familiares desayunan juntos, comerciantes celebran sus mejores ventas, los niños juegan con velas y globos, y la música típica marca el ritmo de una tradición que ha sobrevivido al tiempo.
