En el ecosistema de las declaraciones televisivas y las redes sociales —especialmente en TikTok—, lo inconcebible se ha vuelto cotidiano. Pese a que la ciudadanía no termina de asimilar lo insólito, asistimos al espectáculo de un segundo mandatario que se declara opositor al gobierno que integra, convencido, quizá, de que su elección le otorga el derecho de asediar la presidencia desde adentro.
Curiosamente, esta situación encarna hoy en el vicepresidente Lara. Tras las elecciones generales, Lara ha emprendido la tarea de desacreditar la gestión y la reputación del presidente Rodrigo Paz, llegando incluso al insulto personal, al más puro estilo de Evo Morales. Bajo una narrativa de victimización, busca de forma lastimera un apoyo popular que le permita, a cualquier costo, desplazar al titular del Ejecutivo.
Para que el país logre superar la crisis en la que está sumido y se permita la gobernabilidad, es necesaria una estrategia cuyo punto de inflexión sea el clamor ciudadano exigiendo la renuncia del vicepresidente. Si bien García Linera diseñó una Constitución con facultades extraordinarias para el cargo a su medida, el poder real de la vicepresidencia es limitado y depende, en gran medida, del respaldo en la Asamblea Legislativa; un cuerpo de representantes que, al parecer, no está dispuesto a dejarse arrear como rebaño.
En sus actos públicos, ante una militancia que aguarda con ansia, Lara aparece con una presencia fastuosa y deliberadamente estudiada. Vestido de blanco impoluto, rompe la monotonía con un chaleco al estilo de Nayib Bukele o Napoleón, cuyo color neutro evita identificarlo con organización política alguna.
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Es inquietante observar la reacción de sus seguidores, quienes, con disciplina resignada, atienden su alocución y responden con una euforia que parece confundir al propio orador. Del análisis de su discurso se colige que el vicepresidente no le habla al ciudadano, sino que hace una ostentación narcisista de sí mismo.
Quien crea que Lara podría alcanzar sus objetivos mediante la prudencia, la lealtad o la discreción, se equivoca. Él está convencido de que sus adláteres demandan espectáculo, no gestión. Sin embargo, más allá del show, queda pendiente que demuestre una capacidad real para asumir un papel de relevo, algo que hasta ahora parece dudoso.
El capitán Lara se esfuerza en proyectar solvencia moral al arremeter contra la corrupción, creyendo que así podrá cimentar una organización propia y probar suerte de forma individual desde la vicepresidencia. Lamentablemente, sus intervenciones públicas evidencian un escaso dominio de los temas políticos y económicos fundamentales.
Toda candidatura requiere un alter ego. La selección de este acompañante exige una astucia previsora por parte de quien encabeza la lista. Se debe elegir a alguien de probada lealtad y evitar a personajes que, tras una máscara inicial de sumisión y consecuencia, terminen —impulsados por la angurria y el oportunismo— «serruchándole el piso» al titular.
Por: Jorge Landívar Roca
