Las cifras de la megacorrupción


*Por: Johnny Nogales Viruez

Durante años se vendió la idea de que el modelo socialista sería la solución a todos los males nacionales. Se lo presentó no solo como un proyecto económico, sino como una supuesta superioridad moral. El discurso indigenista fue elevado a la categoría de “reserva moral” del país. Hoy, esa careta se cae. Las cifras hablan y desnudan la falacia. Miles de millones de dólares de las Reservas Internacionales Netas fueron dilapidados en empresas públicas deficitarias, mal concebidas o directamente inviables.



No es una opinión política, es un balance económico. Y lo que revela ese balance es una megacorrupción de Estado que dejó al país con una economía quebrada, sin dólares, sin bases productivas y con una herencia que pesará durante décadas.

El propio Ministro de la Presidencia, José Luis Lupo, reconoció que de las 67 empresas públicas existentes solo tres son rentables: YPFB, ENDE y Comibol. Entre 2006 y 2024 se destinaron 7.750 millones de dólares de las Reservas Internacionales para la creación de empresas estatales, de los cuales apenas se recuperó el 18%. Catorce de ellas son directamente inviables y varias operan como verdaderas “empresas zombis”; en quiebra técnica, con patrimonio negativo y sin capacidad real de generar ingresos. Los casos más críticos son el ingenio azucarero San Buenaventura y la empresa Quipus.

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El dato del daño económico, revelado por el actual Gobierno es nada menos que de 2.695 millones de dólares, comprometidos en ese desvarío industrializador. No es un número más en una planilla. Es la dimensión del robo, del despilfarro y de la incapacidad convertidos en política pública.

Conviene decirlo sin ambigüedades: este desastre no se limita a la gestión de Luis Arce; es el resultado acumulado desde Evo Morales hasta el último día de la permanencia del MAS en el poder.

Aquí se derrumba una de las falacias más persistentes del relato populista. No, no “estábamos mejor”. Lo que hubo fue una coyuntura excepcional de precios internacionales favorables, administrada con ineptitud, irresponsabilidad, corrupción y propaganda. En lugar de construir una economía productiva y sostenible, se levantaron elefantes blancos. En lugar de preservar reservas líquidas, estas fueron licuadas en proyectos concebidos para sostener redes de poder y relato político, no desarrollo real.

Pero sería un error grave creer que estas cifras agotan el daño causado. Esto es apenas una parte del latrocinio. Donde se toca, sale el pus de la corrupción. Basta mirar otros agujeros negros del modelo, que hasta ahora se han hecho públicos: la importación multimillonaria de carburantes o el manejo del Fondo Indígena, con el saldo del cadáver del denunciante incluido. El aparato estatal fue convertido durante años en un sistema turbio y funcional a intereses que nada tienen que ver con el bienestar del país.

Ese despilfarro no fue neutro. Alimentó la aparición de los nuevos ricos de la megacorrupción, fruto del saqueo estatal que dio origen a una nueva burguesía socialista, parasitaria del poder, enriquecida al amparo del Estado, mientras el país se descapitalizaba y la mayoría de los bolivianos perdía oportunidades. Empresas inviables, combustibles importados a precios crecientes y obras fantasmas responden al mismo patrón: despilfarro e irresponsabilidad estructural.

El resultado está a la vista. Un país que carece de dólares en la caja. Un Estado cargado de empresas zombis que no producen, pero siguen costando, pues acumulan deudas cuantiosas y hasta cerrarlas demandará un costo enorme. Una economía debilitada, sin margen de maniobra y sometida a parches. Es una herencia que ningún gobierno honesto podrá revertir en meses ni en pocos años, por más voluntad y capacidad que tenga. Decirlo no es derrotismo. Es una obligación moral.

Por eso este momento exige algo más que información. Exige conciencia nacional. La alarma no puede quedarse en el anuncio de cifras frías ni en el impacto pasajero del titular. La repulsa debe venir de quienes hemos sido estafados: todos los ciudadanos bolivianos; “el pueblo”, como les gusta decir a los populistas. Porque el dinero saqueado no era del Gobierno de turno ni de un partido, era de la gente. De su trabajo, de su futuro, de sus oportunidades.

La verdad económica es, en este punto, una forma de defensa democrática. No para alimentar rencores, sino para cerrar el paso al retorno de la mentira. Volverán, si no se les pone freno, los lamentos por la “persecución política”, la nostalgia manipulada del “antes se vivía mejor” y un nuevo intento de reescribir la historia, como ya ocurrió con el “golpe de estado”. Un país sin memoria está condenado a repetir su tragedia.

Pero la denuncia no basta. Se requieren investigaciones serias, auditorías profundas, pruebas fehacientes que identifiquen a los responsables. Procesos judiciales independientes -algo que hoy despierta legítimas dudas, dada la desconfianza colectiva en la actual administración de justicia- que concluyan en sentencias y, donde sea posible, en la recuperación de los recursos mal habidos. No por revancha, sino por justicia. Porque quien administra recursos públicos debe responder por ellos.

Nada de esto devolverá mágicamente el bienestar perdido. Pero sí puede marcar un punto de quiebre moral. La reconstrucción del país no empieza con discursos, sino cuando una sociedad deja de engañarse, asume la verdad y decide que el saqueo no puede volver a repetirse.

El verdadero riesgo no es ignorar las cifras, sino olvidar que el daño fue fruto del engaño deliberado. Un país que no comprende quiénes lo engañaron, terminará entregándose, otra vez, a los mismos irresponsables, aunque vengan con otro nombre.

*Abogado, periodista y figura de larga y destacada trascendencia en el ámbito comunicacional, público y empresarial.