Por momentos, la política parece tener un sentido particular del calendario. Cual regalo de Navidad, el presidente del Estado, junto a su gabinete ejecutivo, anunció el levantamiento de la subvención a los hidrocarburos, estableciendo una nueva estructura de precios que cae, sin anestesia, sobre la población.
Las cifras hablan por sí solas: la gasolina sube un 86%, la gasolina premium un 144% y el diésel —el combustible que mueve al país— un 163%. No se trata solo de números técnicos ni de ajustes fiscales; se trata de un impacto directo sobre el transporte público, la producción y, finalmente, sobre el precio de los alimentos. La canasta básica, una vez más, se convierte en el termómetro de una decisión tomada desde arriba.
El país amaneció en un silencio extraño. No fue calma, fue desconcierto. Algunos aceptaron la medida con resignación; otros, con rabia contenida. El Ejecutivo la llama “sinceramiento”, una palabra elegante para describir una realidad que, para muchos, se parece más a un ahorcamiento económico. Porque sincerar precios no equivale necesariamente a sincerar responsabilidades.
La narrativa oficial insiste en que la medida era inevitable, que el modelo ya no se sostenía. Tal vez sea cierto. Pero la pregunta no es solo si era necesaria, sino cómo y para quién. Resulta difícil sostener el discurso de “quitarles a los más ricos” cuando, casi en paralelo, se eliminó el impuesto a las grandes fortunas. La contradicción no es menor y erosiona la legitimidad del argumento gubernamental.
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Rodrigo Paz carga hoy con el peso de más de treinta años de subvención, un esquema que ni siquiera el MAS, en su momento de mayor fortaleza política, se animó a desmontar. La diferencia es que hoy el margen de tolerancia social es mínimo. El desgaste económico se acumula y la paciencia colectiva parece haber llegado a un punto crítico.
El impacto no es solo económico, es simbólico. El gobierno no solo ajustó precios: ajustó expectativas. Para algunos, esta decisión significa no poder celebrar las fiestas; para muchos otros, implica perder una de las pocas épocas del año en las que logran generar ingresos adicionales y aliviar, aunque sea momentáneamente, la precariedad cotidiana.
Las horas pasan y la tensión crece. El gobierno se repliega, mientras la población observa, calcula y espera. Porque cuando las decisiones se toman sin consenso y el costo recae siempre en los mismos, el silencio deja de ser pasividad y se convierte en advertencia. Y en política, ignorar esa advertencia suele salir caro.
Jorge Caro Molina
