Pasajeros sin Estado y la captura del transporte público


José A. Landriel Pedraza

Tres días después de que el gobierno municipal de Santa Cruz acordara un incremento tarifario «transitorio» con los transportistas, dos personas murieron en circunstancias vinculadas al servicio público de transporte. Una de ellas, un adulto mayor, en una ruta intermunicipal, había sido humillado públicamente por un conductor que le gritó frente a otros pasajeros por no poder pagar la tarifa completa. El hombre, sufrió una descompensación y falleció sin que nadie —ni el conductor ni el sistema— tuviera protocolo alguno para auxiliarlo. La otra víctima, en el área urbana, cayó a un canal sin protección al bajar de un micro, en el caos propio de una ausencia de rutas y paradas obligatorias.



Estas muertes no fueron accidentes, son consecuencias previsibles de un sistema que opera sin reglas claras, fiscalización efectiva y responsables identificables.

En Bolivia, el transporte público urbano no funciona mediante contratos de concesión —como ocurre en Bogotá, Lima o Santiago— sino a través de «autorizaciones» administrativas que los operadores consideran derechos adquiridos perpetuos. Esta diferencia, que parece técnica, es letal.

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Un contrato de concesión establece obligaciones específicas: capacitación de conductores, promoción de derechos humanos, protocolos de emergencia y primeros auxilios, indicadores de calidad verificables, sanciones por incumplimiento y causales de caducidad. Una autorización, que es lo que  rige en Santa Cruz, en cambio, es un permiso precario que se renueva automáticamente mientras el operador presente papeles en regla —SOAT vigente, licencia al día— sin importar si sus conductores saben primeros auxilios, si las paradas son seguras o si los pasajeros son tratados con dignidad.

Cuando el Decreto Supremo 5503 eliminó los subsidios a los combustibles, los prestadores del servicio paralizaron Santa Cruz durante cuatro días y negociaron directamente con el alcalde un incremento en las tarifas. No hubo instancia técnica que mediara, análisis de costos independiente, o participación de los usuarios. El poder corporativo impuso sus condiciones al Estado, no al revés, por la inexistencia de un marco regulatorio de un “servicio público” y no una actividad particular de transporte de carga.

La Constitución de 2009 es generosa en derechos. Garantiza la vida, la dignidad, la integridad física, la protección de adultos mayores, el acceso a servicios básicos. El artículo 76 promete un sistema de transporte «integral, eficiente y eficaz». Pero estas ofertas constitucionales carecen de lo que el jurista Luigi Ferrajoli llama «garantías primarias»: los mecanismos institucionales que hacen exigibles los derechos antes de que sean violados.

Sin contratos que obliguen a los operadores a capacitar conductores, el Estado no puede exigir que sepan auxiliar a un pasajero descompensado. Ademas, carentes de estándares nacionales de infraestructura, los municipios no están obligados a construir paradas seguras, tampoco ejercen una fiscalización efectiva, las multas son simbólicas y los procesos sancionatorios meros formalismos. El sistema jurídico boliviano ha renunciado a prevenir violaciones; solo puede reaccionar —mal y tarde— cuando las tragedias ya ocurrieron con procesos penales o civiles de tiempo o duración impredecible.

La fragmentación competencial diluye responsabilidades entre la Gobernación, el Municipio y la ATT, el transporte queda en un vacío institucional. El vejamen al adulto mayor evidencia que, ante la dispersión normativa, el ciudadano habita una «tierra de nadie» sin justicia ni sanción.

La solución no es más retórica constitucional sino garantías primarias efectivas. Bolivia necesita transitar del régimen de autorizaciones precarias hacia contratos de concesión administrativa que establezcan plazos determinados, obligaciones específicas, indicadores de desempeño verificables y consecuencias reales por incumplimiento. Necesita estándares técnicos nacionales mínimos que protejan por igual a usuarios de Santa Cruz y de municipios pequeños. Se requiere una autoridad reguladora con autonomía técnica y presupuestaria, no subordinada a presiones políticas ni sindicales.

Colombia y Perú demostraron que es posible. TransMilenio en Bogotá y el Metropolitano en Lima operan con contratos que incluyen monitoreo GPS, penalidades graduadas y cláusulas de caducidad. No se trata de copiar modelos extranjeros sino de aplicar principios básicos del derecho administrativo moderno, quien presta un servicio público esencial debe hacerlo bajo reglas claras y fiscalización efectiva.

Los decesos en Santa Cruz no fueron fatalidades inevitables, son el precio que pagamos por un Estado que dejó su función reguladora. Cada día que pasa sin reforma, cada pasajero que sube a un micro sin saber si el conductor está capacitado para auxiliarlo, cada adulto mayor que depende de la buena voluntad del chofer, es una ruleta rusa institucionalizada.

La dignidad humana no puede seguir dependiendo de la suerte. El Estado tiene la obligación constitucional de garantizarla, y nosotros, como ciudadanos, tenemos el derecho de exigirla.