Sin el MAS hay democracia: Análisis de la multiplicación exponencial de candidatos a las Elecciones Subnacionales de Bolivia 2026, fragmentación política y oportunidades democráticas sin la hegemonía del MAS.
Hay un eslogan que vuelve con fuerza cada vez que el tablero político se mueve: “sin el MAS hay democracia”. Suena contundente, casi terapéutico, como si bastara retirar una pieza dominante para que el sistema, por arte de magia, se ordene y respire. Pero la política no funciona por sustracción mecánica. La democracia no es un interruptor que se enciende cuando una fuerza hegemónica se debilita; es un ecosistema que, si pierde un “eje ordenador”, puede abrirse al pluralismo… o derivar en una guerra de siglas, personalismos y gobiernos frágiles.
La cifra que hoy concentra la atención lo dice todo: 34.618 candidatas y candidatos inscritos para las subnacionales del 22 de marzo de 2026, registrados por 184 organizaciones políticas. Esa magnitud no es solo un récord; es una señal política. Y lo es también porque el contraste es brutal: en 2021 se registraron 20.337 postulaciones; el salto es de aproximadamente 70%.
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La pregunta seria no es si hay “más” democracia por tener “más” candidaturas. La pregunta es si esta explosión de oferta electoral está produciendo mejor representación, mejor competencia, y, sobre todo, mejor gobernabilidad.
Más nombres, ¿más democracia?
En términos estrictos, un aumento de candidaturas puede leerse como apertura: más gente intentando entrar al juego, más grupos buscando voz, más disputas locales saliendo de la sombra. Esa lectura no es despreciable. La democracia requiere puertas abiertas, y Bolivia, por diseño autonómico y por norma, permite que el nivel subnacional sea una cancha fértil para liderazgos territoriales.
Los datos por departamento muestran, además, una activación política desigual pero intensa: La Paz concentra 9.829 candidaturas, seguida de Santa Cruz (5.600), Potosí (4.515) y Cochabamba (4.176). (Opinión Bolivia) No es casualidad: donde hay más población, más municipios, más recursos públicos y más disputa por control territorial, hay más aspirantes y más incentivos para competir.
Incluso en el plano de cargos ejecutivos, el abanico es extraordinario: 112 candidatos a gobernaciones y 2.961 candidatos a alcaldías. Si uno cree en la virtud del pluralismo, estos números pueden parecer promisorios: competencia intensa, posibilidades reales de alternancia, debilitamiento de monopolios regionales y, en ciertos casos, renovación generacional.
Pero aquí aparece la primera advertencia: pluralismo no es lo mismo que fragmentación extrema. Una democracia puede ser plural y, al mismo tiempo, mínimamente estructurada. Cuando la pluralidad se convierte en atomización, la elección deja de ser un mecanismo para ordenar preferencias colectivas y empieza a parecerse a una lotería de minorías.
Aunque la calidad de candidatas y candidatos es otro tema a tartar.
El riesgo: autoridades con poca legitimidad y legislativos ingobernables
El problema de la fragmentación no es moral; es funcional. Con decenas de opciones compitiendo en un mismo espacio, es plausible que muchas alcaldías y gobernaciones terminen en manos de ganadores con porcentajes bajos, sin un mandato social robusto. En paralelo, los órganos deliberativos subnacionales: concejos municipales y asambleas departamentales; pueden quedar pulverizados en micro-bancadas incapaces de producir acuerdos estables.
En ese escenario, la democracia no se fortalece: se vuelve frágil. No porque haya muchas voces, sino porque ninguna voz logra articular, mayorías operativas para presupuestos, planificación, inversión y control institucional. Se instala una política de transacciones cortas, alianzas improvisadas y chantaje permanente. La ciudadanía, que votó esperando soluciones, ve solo bloqueo, rotación de alianzas y excusas cruzadas.
Lo más delicado es que, sin organizaciones con identidad programática y mecanismos de rendición de cuentas, la elección subnacional puede convertirse en un mercado de “vehículos electorales” al servicio de candidaturas personales. En términos democráticos, eso es letal: sin partido no hay responsabilidad colectiva; sin responsabilidad colectiva, la sanción electoral se vuelve difusa; y sin sanción clara, la corrupción y el patrimonialismo encuentran terreno fértil.
No es un temor abstracto: el propio proceso ya viene acompañado de señales de tensión. El TSE ha tenido que rechazar hechos de violencia y exhortar a una campaña basada en ideas y propuestas, precisamente porque se registraron agresiones durante el periodo de inscripción. (Correo del Sur) Una competencia hiperfragmentada, con identidades políticas débiles y alta emocionalidad territorial, puede escalar rápido.
El TSE ante una prueba de capacidad estatal
La democracia también depende de la administración electoral. Y aquí el desafío es gigantesco: revisar carpetas, verificar requisitos, procesar inhabilitaciones e impugnaciones, y hacerlo a escala inédita. El TSE informó que la revisión de requisitos se realiza hasta inicios de enero y que el 5 de enero se publicarán listas de habilitados e inhabilitados. (Correo del Sur)
La gestión técnica importa porque, en escenarios sobrecargados, cualquier falla administrativa se convierte en combustible para narrativas de fraude, persecución o favoritismo. Con 34.618 candidaturas, la integridad del proceso no se juega solo en la votación de marzo: se juega, desde ahora, en cada decisión de habilitación y en la transparencia con la que se la explique.
Entonces, ¿“sin el MAS hay democracia”?
La frase tiene un punto atendible: ninguna democracia sana debería depender de una sola fuerza como eje permanente, y la alternancia —real o potencial— oxigena. Pero la frase falla cuando sugiere que el mero debilitamiento de un actor dominante produce automáticamente “democracia real”.
La democracia real exige, como mínimo:
- Reglas claras y cumplibles (y autoridades capaces de hacerlas cumplir sin arbitrariedad).
- Competencia significativa (no solo multiplicación de opciones, sino opciones reconocibles, comparables y responsables).
- Representación con capacidad de decisión (pluralidad que no destruya la posibilidad de gobernar).
- Rendición de cuentas (organizaciones y liderazgos que puedan ser premiados o castigados por resultados).
Sin esos cuatro pisos, lo que se expande no es la democracia: se expande el ruido.
Lo que Bolivia debería discutir después del récord
Si Bolivia quiere que 2026 sea una oportunidad y no un síntoma de descomposición, el debate debería moverse de la consigna a las reformas prácticas:
- Incentivos a la agregación política: reglas que premien coaliciones preelectorales estables y castiguen la dispersión oportunista.
- Fortalecimiento de democracia interna: candidaturas legitimadas por procedimientos verificables (no por “dedazo” o transacción).
- Transparencia y trazabilidad: financiamiento, propaganda, y compromisos mínimos de integridad pública.
- Gobernabilidad subnacional: mecanismos claros de formación de mayorías en concejos y asambleas, con acuerdos públicos y programáticos, no pactos opacos.
- Educación cívica y debates obligatorios: en papeletas extensas, el voto informado se vuelve un lujo; hay que convertirlo en política pública.
Por lo que: la ausencia de hegemonía puede ser una oportunidad, sí. Pero no porque “se fue” alguien, sino porque obliga a aprender lo que la hegemonía suele destruir: la negociación, el acuerdo, la política programática y la responsabilidad compartida.`
El 22 de marzo de 2026 Bolivia no solo elegirá autoridades subnacionales. Ensayará, quizá como nunca, si puede sostener una democracia competitiva sin caer en el pantano de la fragmentación. Y esa prueba no se aprueba con más candidatos: se aprueba con mejores reglas, mejores organizaciones y mejores acuerdos.
