
En una época en la que las pantallas median nuestras relaciones y el estrés parece ser el telón de fondo de la vida cotidiana, la ciencia moderna confirma una intuición ancestral: cantar no es solo un pasatiempo, sino una herramienta biológica y cultural que ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes.
Mucho antes de que existieran la escritura o las herramientas, nuestros antepasados ya utilizaban la voz para imitar la naturaleza, expresar emociones y, sobre todo, para crear comunidad. Cantar era, y sigue siendo, una forma de reconocernos en el otro, de vibrar juntos en una frecuencia común que trasciende el tiempo y el espacio.
Esta práctica milenaria ha sobrevivido no porque sea útil en términos estrictamente funcionales, sino porque es necesaria para el bienestar integral del ser humano. La voz cantada es un puente entre el individuo y el grupo, entre el presente y el pasado, entre la emoción y la razón.
Cantar no solo produce alegría, sino que también cura. Diversos estudios demuestran que mejora la salud física, estabiliza las emociones, fortalece la cohesión social y potencia la capacidad del cerebro para repararse. Por ejemplo, han comprobado que cantar activa el nervio vago, un regulador central del sistema parasimpático, y desencadena la liberación de endorfinas, lo que reduce el dolor, el estrés y la ansiedad. Además, la oxitocina —conocida como la hormona del vínculo— se eleva al cantar, generando sensaciones similares a las que experimentamos al abrazar a alguien. Incluso la inmunoglobulina A, un anticuerpo clave en la defensa de las mucosas respiratorias, aumenta tras unos minutos de canto. Así, lo que para nosotros es una melodía, para el cuerpo es un código biológico de bienestar.
En todas las sociedades, desde los cantos amazónicos hasta las liturgias medievales, la voz humana organizada en ritmo y melodía acompaña los momentos clave de la vida. Se canta a los niños para dormir, a los muertos para partir, se celebran cumpleaños, victorias deportivas, ceremonias religiosas. Todas encuentran en el canto su lenguaje más íntimo.
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La dimensión social del canto es esencial para comprender por qué cantar en grupo tiene efectos que no se replican al cantar en solitario. Un coro, ya sea profesional o improvisado, sincroniza los latidos cardíacos de sus integrantes y reduce la presión arterial de manera colectiva. Cantar juntos es un acto de comunión. Los ritmos compartidos organizan al grupo, lo vuelven más permeable, más confiado y más dispuesto a cooperar. Un ejemplo elocuente son los coros hospitalarios formados por pacientes de cáncer, donde no solo se mejora la articulación y la respiración, sino que se crea un espacio donde los participantes dejan de ser “pacientes” para convertirse simplemente en voces que conviven.
Esta experiencia resulta especialmente transformadora en personas con enfermedades crónicas o deterioro cognitivo. Para un paciente con Parkinson, aprender a sostener una nota prolongada significa fortalecer músculos que la enfermedad debilita. Para alguien con demencia, una canción de la infancia puede abrir un pasadizo de memoria que el lenguaje cotidiano ya no permite. El caso de la excongresista estadounidense Gabrielle Giffords, quien tras recibir un disparo en la cabeza en 2011 reaprendió a hablar cantando, ilustra el poder del canto en la rehabilitación neurológica. La neurociencia demuestra que cantar activas redes neuronales en ambos hemisferios y potencia la neuroplasticidad.
Cantar es también un ejercicio físico subestimado. La respiración diafragmática, la postura erguida, la coordinación muscular fina y el esfuerzo cardiovascular que requiere un canto sostenido equivalen, en muchos casos, a caminar a paso moderado. Los pulmones se expanden, la oxigenación aumenta y los músculos abdominales se tonifican ligeramente. No es casual que hoy existan programas de rehabilitación respiratoria basados en el canto para personas con EPOC o COVID persistente. Al cantar, el cuerpo aprende a respirar de nuevo.
Más allá de la biología, el canto genera rápidamente comunidad. Un estudio canadiense encontró que apenas una hora de ensayo coral aumenta el afecto positivo, la vitalidad y la sensación de crecimiento personal. En grupos vulnerables, como personas sin hogar, el canto tiene efectos aún más concretos. Quienes participan en coros inclusivos terminan encontrando trabajo, retomando estudios o accediendo a una vivienda más estable. No es magia, es identidad colectiva, ese mecanismo cultural que reordena el sentido cuando la vida se deshilacha.
El canto también articula nuestra relación con el tiempo. En un mundo saturado de pantallas, algoritmos y estímulos fragmentados, cantar exige presencia. Obliga a respirar, a sostener, a escuchar al otro. Es una forma de atención plena que interrumpe la dispersión cotidiana y devuelve al cuerpo su ritmo natural. Cantar podría considerarse un acto de resistencia frente a la hiperconectividad. Un recordatorio de que la voz humana es un territorio que ninguna tecnología ha logrado reemplazar.
La ciencia médica, la psicología y la antropología coinciden en que el canto es una herramienta integral de bienestar: cura lo que duele, alivia lo que pesa, sostiene lo que se quiebra. Es ejercicio, ritual, memoria y biología funcionando en una sola práctica.
Por Mauricio Jaime Goio.