Gabriel Chávez Casazola
Más allá de las repercusiones políticas y geopolíticas, internacionales y hasta nacionales, que pueda acarrear –y de hecho ya lo está haciendo- la difusión de información secreta de la diplomacia estadounidense por Wikileaks y/o por medios de comunicación a los cuales este portal les traspasó parte de su botín, los periodistas deberíamos detenernos un momento a reflexionar en torno a lo que este episodio representa para nuestro oficio.
Hace algunas semanas, en este mismo espacio, cavilando sobre el reto que suponen los medios digitales, las redes sociales y el periodismo ciudadano para la prensa escrita impresa, concluía que frente a la inmediatez, a la velocidad, a los sucesos frescos que aquéllos pueden ofrecer, la respuesta de los diarios en formato tradicional debería pasar necesariamente por calidad de contenidos, análisis, profundidad y un periodismo bien escrito, retornando a los grandes formatos y a la buena pluma.
Pero pareciera, dada la lección de Wikileaks, que eso no es suficiente. Por lo visto, también los medios tradicionales, para no perder esta suerte de tácita competencia con los espacios digitales, tendrían –tienen- que recuperar además otros atributos de la vieja prensa del siglo XIX y de buena parte del siglo XX: garra, coraje, irreverencia. Y sobre todo irreverencia frente al poder.
Pensemos por un momento en aquellos hombres de camisas con mangas anchas amarradas con ligas, de pantalones con sujetadores y manos manchadas de tinta, que hacían prácticamente solos todo un periódico, que en la mayoría de los casos ellos mismos habían fundado, animados sólo por sus convicciones ideológicas, políticas o (i) religiosas.
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Muchos conocían o iban a conocer la cárcel, las persecuciones, el exilio de los mandamases de turno, o al menos las incomprensiones y el ostracismo de sociedades que no podían digerir sus posturas. Y sin embargo no se amilanaban en su tarea. Eran no sólo periodistas, sino también polígrafos (esta palabra se ha perdido), polemistas y corajudos combatientes de la palabra escrita.
Alguien podría objetar que no se trataba de profesionales de la prensa o técnicos de la información, como los actuales periodistas, sino de políticos o activistas que perseguían sus propios fines y a quienes no les interesaba demasiado informar u orientar. Puede ser cierto en muchos de los casos, pero no en todos. En bastantes de ellos alentaba un legítimo deseo, cuando no pasión, por mejorar sus respectivas sociedades e iluminarlas a través de la búsqueda de la verdad; algo a lo que casi todos –y no solamente los periodistas- pareceríamos ahora haber renunciado en este mundo de relativismos.
En cualquier caso, lo evidente es que en nombre de la objetividad, de una pretendida neutralidad ante los hechos y de un tratamiento profesional y técnico -lindando con lo aséptico- de la noticia, los periodistas nos hemos enfriado, nos hemos desapasionado, y, al hacerlo, le hemos restado vitalidad y garra al oficio.
A ello hay que añadir, además, que en muchas sociedades -democráticas, para más inri- se ha producido una suerte de matrimonio morganático entre los poderes políticos y los poderes mediáticos, en una connivencia letal para el libre ejercicio del periodismo (libertad de suyo difícil o imposible bajo gobiernos autoritarios), trayendo como resultado una prensa que aún estando técnicamente bien encarada, termina siendo domesticada y anodina; quedando en la periferia unos pocos proyectos periodísticos más audaces en su interpelación frente al poder, aunque generalmente minoritarios y ligados a alguna causa o ideología marginal.
Es en este escenario, pues, y en esta medida, que la irrupción de Wikileaks (o de otros espacios digitales que desafían a la censura) puede leerse como una llamada de alerta para recobrar los perdidos cauces de nuestro oficio. Como anotaba antes: los cauces de la garra, la irreverencia y el coraje. Y esto porque, como bien dice Ramón Lobo, bloguero de El País de Madrid, Wikileaks “representa una fuerte sacudida para los periodistas, que de tanto viajar en el puesto de copiloto del poder hemos olvidado que nuestra función es ir en otro vehículo”.
Página Siete – La Paz