Amenazas como la guerra nuclear o el cambio climático pueden provocar un sufrimiento extremo a la humanidad, pero es improbable que causen su extinción
Daniel Mediavilla
El fin del mundo siempre es personal, en ocasiones social y solo una vez literal. Sin embargo, la vivencia irrebatible de que todo nace para decaer se suele trasladar al orden cósmico y la idea del Apocalipsis es omnipresente en las sociedades humanas. El universo suele encontrarse entre una creación donde todo era bueno y un final, muchas veces próximo, que llegará porque con nuestra torpeza y maldad corrompimos los dones que nos fueron entregados. Don Quijote rememora ante un grupo de cabreros la visión de la Grecia clásica cuando habla de unos siglos dichosos “a quien los antiguos pusieron nombre de dorados”, una utopía comunista en la que “los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”. Ahora, tras varias degradaciones, nos encontramos en la edad de hierro y la situación va a empeorar. Algo similar cuentan los hindúes, para los que vivimos en el periodo Kaliyuga, una era de trifulcas e hipocresía que también es la última antes de que algún tipo de cataclismo purifique el planeta.
No todas las amenazas son iguales ni los cataclismos tienen las mismas dimensiones. Como el propio Krauss comentaba, el cambio climático asociado a la actividad industrial, una de las supuestas grandes amenazas para la continuidad de la civilización, tendrá, probablemente, “efectos devastadores”, pero estos se sentirán a largo plazo y no serán iguales en todo el mundo. María José Sanz, directora del Centro Vasco para el Cambio Climático, afirma que un incremento de más de dos grados de la temperatura media del planeta “puede provocar daños muy importantes para las sociedades humanas, que tendrán dificultades para adaptarse a una frecuencia de fenómenos climáticos extremos nunca vista antes”. Pero eso no significa que la Tierra se vaya a convertir en un planeta hostil para la vida como Marte ni que una especie como la humana, que ya cuenta con más de 8.000 millones de individuos y una capacidad tecnológica apabullante, vaya a ver en peligro su continuidad.
Sanz señala, sin embargo, algunos peligros difíciles de prever. “Más allá del incremento progresivo de la temperatura, el sistema climático tiene unos puntos de inflexión”, explica. La cantidad de hielo de los polos, el sistema de monzones tropicales o la corriente norte sur, que hace que estando en la misma latitud Nueva York sea mucho más fría que Madrid y tiene que ver con la cantidad de agua dulce que se vierte a los océanos y a su vez está relacionada con el hielo de los polos, son mecanismos que regulan el clima planetario y pueden cambiar de repente. “Si esos puntos se rebasan, puede haber cambios muy abruptos y eso es lo que no se puede predecir. Sabemos que están ahí, que se está acelerando el camino hacia esos puntos de inflexión, pero no sabemos qué va a ocurrir si se superan ni qué consecuencias habrá”, añade.
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Como deja claro el éxito del género zombi, las enfermedades infecciosas son también una fuente de terror apocalíptico. Y en este caso el miedo no viene sustentado solo por posibles padecimientos futuros sino por millones de muertos. Durante gran parte de la historia, cuando no se sabía qué provocaba las enfermedades infecciosas, algunos microbios podían diezmar la población que infectaban. El historiador Eric Hobsbawm estima que solo el 6 o el 7% de los marineros ingleses muertos entre 1793 y 1815, durante las guerras contra Napoleón, murieron a manos de los franceses. “El 80% fue a causa de enfermedades o accidentes”, escribe. La suciedad, los servicios médicos defectuosos o la falta de higiene eran enemigos mucho más temibles que los cañones de sus enemigos.