Henry Oporto
No se puede ser impunemente demagogo
Con este mismo título, en la revista Nueva Crónica, publiqué un artículo corto, analizando las consecuencias del fallido “gasolinazo” de finales de diciembre 2010, y planteando la pregunta de si estamos ante la debacle del proyecto político que gobierna Bolivia desde el año 2006. Hubo quienes vieron en mi artículo un pronóstico apresurado que subestimaba la capacidad del régimen para sobreponerse a sus dificultades. Sin embargo, la evolución del proceso político, me da pie para insistir en la validez de los argumentos allí expuestos y, en todo caso, para desarrollarlos y actualizarlos a la luz de los hechos recientes.
El evismo tuvo un ascenso meteórico y en algún instante pareció que tocaba el cielo con las manos. Pero ahora da la impresión de precipitarse en un descenso inexorable. Quizá se aproxime su final como proyecto político, aunque como régimen de gobierno, y también como fenómeno sociológico, pueda perdurar por algún tiempo más. El evismo no solo pasa por un mal momento. Son sus mismos fundamentos (sostenibilidad económica y política y legitimidad como defensor de causas justas) los que colapsan.
Sostenibilidad económica
El régimen ha apuntado a la concentración del excedente en manos del Estado y con la renta del gas como fuente mayor de ingresos. Para eso se hicieron las nacionalizaciones y se revivió el capitalismo de Estado. Esto era esencial para implementar políticas redistributivas (bonos, subsidios, empleo público masivo, extensión de servicios básicos, crédito subsidiado a productores, etc.) y sustentar, de paso, una nutrida clientela política, cooptar dirigentes, asegurarse la lealtad de los militares y policías, y en fin, sostener una extensa red social y política.
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Las cosas funcionaron bien por un tiempo, cuando se dispararon los precios internacionales de las materias primas y el dinero de las exportaciones fluyó en abundancia. Hubo liquidez en la economía; el contrabando y el narcotráfico, aportaron lo suyo. Un efecto de espejismo se irradió en la sociedad: muchos creyeron que esa abundancia venía de la nacionalización.
Las expectativas se dispararon, lo mismo que las disputas rentistas. Pero duró lo que tenía durar.
Tan pronto la “bonanza” se fue diluyendo, volvieron las restricciones fiscales y los conflictos sociales. Al parecer los gobernantes no percibieron que ello sucedería tan rápidamente. De hecho, no pensaron en políticas para generar riqueza. Lo suyo no fue ampliar la capacidad productiva ni diversificar las exportaciones. Hacer competitiva nuestra economía no era su agenda. Tampoco se les ocurrieron políticas anticíclicas para una época de vacas flacas. Se limitaron a disponer de lo que ya había. Quizá se ilusionaron con que la plata que entraba era inagotable.
Era el momento de gastar a manos llenas.
Pero el golpe de realidad vino con el “gasolinazo”, que, aunque abortado, provocó un sismo inimaginable -las réplicas aún se sienten-. Entonces se desnudaron graves problemas: insostenibilidad fiscal, crisis alimentaria, colapso productivo, dependencia creciente de carburantes importados.
La nacionalización fracasada
Los bolivianos, que tanta ilusión pusieron en la nacionalización, repentinamente, descubrieron que los hidrocarburos en manos del Estado no producen los beneficios esperados. El gobierno ha tenido que confesar que el dinero no alcanza para comprar en el exterior la gasolina, el diesel y el GLP que ya no producimos y que internamente se venden a precios subsidiados.
El gas no es la gallina de los huevos de oro para la “revolución democrática y cultural”. La industria hidrocarburífera está atrofiada, las inversiones contraídas, la producción estancada o en descenso, los mercados externos reducidos a solo dos, las reservas dramáticamente disminuidas. Insólitamente, Evo tuvo que decir que para aumentar la producción de carburantes había que pagar precios más altos a las transnacionales.
El “gasolinazo” trasmitía un mensaje claro: la economía estaba alicaída, y volvía el tiempo -ya lejano- de las carencias, la inflación en alza, los bolsillos vacíos, la especulación y las colas. Asomaba el desorden y la incertidumbre. Se iniciaba así el segundo año del segundo período de Evo Morales, con muy malos augurios.
Con ello se desmoronaba una de las fortalezas del régimen (de sus primeros años): la estabilidad macroeconómica.
Cierto que en los meses siguientes las perturbaciones en la economía han amainado, dándose un repunte moderado en el crecimiento, debido a nuevo auge de precios del petróleo y los minerales. Pero el verano económico ha sido breve y frágil. La desaceleración de la economía mundial y la volatilidad de precios de las materias primas, en la segunda mitad de este año, anuncian, quizá irreversiblemente, el fin de un período en el cual la economía boliviana funcionó casi con piloto automático.
Ahora el modelo nacionalista-estatista muestra signos de prematuro agotamiento. Las autoridades están en aprietos para sostener en el tiempo los bonos, los subsidios, la abultada planilla de empleados, las empresas estatales ineficientes , las obligaciones del nuevo sistema de pensiones y, en fin, todo el aparato clientelar montado en los años de despilfarro. Una crisis fiscal parece incubarse inevitablemente.
Sostenibilidad política
Pero si la sostenibilidad económica del régimen está en entredicho, no lo está menos su sustentabilidad política. En efecto, la sustentación del régimen ha descansado en la alianza con los “movimientos sociales” -además del respaldo militar-, al haberse configurado una estructura corporativa que supone que el partido gobernante ejerce compartiendo parcelas de poder con una red de organizaciones populares, a las que se ha conferido una suerte de derecho tutelar sobre la acción de gobierno.
Es la corporativización del poder político. El discurso oficialista ha vendido la idea de un “gobierno de los movimientos sociales”.
Así, y en vez de encauzar la corriente de inclusión social hacia la constitución de un orden político de igualdad, sin ningún género de privilegios, el evismo ha optado por restaurar un sistema de segregación con nuevos privilegiados y nuevos excluidos; un sistema que consagra el estatus privilegiado de “indígena”, de “pobre” o de “movimiento social”, para justificar la reproducción de formas de dominación política no democráticas y contrarias al principio de igualdad ciudadana.
Lo paradójico es que el co-gobierno MAS-movimientos sociales ha entrado en colisión con una fuerza más decisiva: la concentración del poder en la cúpula gobernante.
En efecto, contrariando la retórica del “empoderamiento popular”, lo que en realidad ha tomado vuelo es un régimen de cuño autocrático y caudillista que pretende encarnar la razón de Estado; “su” Estado, el llamado Estado plurinacional, concebido como la mayor invención política, el sujeto supremo de la “revolución democrática y cultural”. Así, Evo (endiosado por sus seguidores) y su círculo gobernante (ensoberbecido y triunfalista), han propendido a comportarse de una forma cada vez autosuficiente y renuente a compartir con las dirigencias sindicales.
Ya el “gasolinazo” había develado ese conflicto. Y también los límites del poder efectivo. Evo creyó que podía solo, pero la reacción popular le demostró que no. Allí mismo quedó marcado un punto de inflexión.
La impotencia del régimen se vería confirmada, poco después, por el conflicto salarial de abril, cuando tuvo que enfrentar la presión del resurgente movimiento sindical encabezado por la COB. Un choque de fuerzas que ha dejado en claro que el MAS ha perdido control sobre las estructuras sindicales obreras y de clases medias.
Lo que se juega en el terreno sindical tiene que ver, precisamente, con el fortalecimiento de un movimiento sindical unificado en torno a la COB y con una línea de independencia política. De hecho, es una batalla que se libra con derrota para el régimen y con una consecuencia evidente: la fractura del bloque de poder articulado por el MAS.
Evo se despoja de la legitimidad indígena
Sin embargo, el golpe demoledor a la credibilidad de Evo como defensor de causas justas, proviene de un súbito abandono de sus posturas indigenistas y ambientalistas. Lo cual se ha puesto de manifiesto a raíz del conflicto con los indígenas de tierras bajas, movilizados en una “marcha indígena” para oponerse a la construcción de carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos, diseñada para atravesar el corazón del TIPNIS.
Los pueblos indígenas, y el conjunto de los bolivianos, han visto con estupor a un gobierno “indígena” enfrentando y reprimiendo con brutalidad a otros indígenas; pisoteando a la Pachamama, que antes era tenida como una bandera noble y sagrada.
Evo manipuló la cuestión indígena para revestir de legitimidad su proyecto político. Muchos en Bolivia, y fuera de ella, se rindieron a ese discurso. Sin embargo, cuando los objetivos de su gobierno pasaron a ser otros, las demandas indígenas se volvieron incómodas, inoportunas, irracionales. Evo no ha tenido escrúpulo en renegar de la condición “indígena” de su propia presidencia, naturalmente, a un precio inmenso: una ola de repudio social se ha levantado en toda Bolivia.
El conflicto del TIPNIS tiene el efecto de un segundo “gasolinazo”. El régimen luce ahora maltrecho, en crisis política, despojado de una de sus mayores legitimidades, confrontado con los movimientos sociales, debilitado por fracturas en su estructura interna y con la imagen presidencial por los suelos.
Un régimen bloqueado
No hay duda de que el evismo es víctima de sus contradicciones. Políticamente, el régimen está forzado a perseverar en medidas populistas, estatistas y nacionalistas, pero su efecto práctico es la destrucción de las fuentes generadoras de excedentes. Ello pone límites a los subsidios y transferencias directas y supone dificultades crecientes para el sostenimiento de la red de apoyos al régimen.
El capitalismo estatista flaquea, y la amenaza de un fracaso económico asedia.
Preservar la estabilidad económica y asegurar el crecimiento, dar al pueblo un nivel de satisfacción de sus necesidades básicas, llevar a la práctica los derechos sociales ofrecidos en la nueva Constitución, erradicar la desigualdad y la pobreza; son todas exigencias cada más difíciles de poder ser cumplidas. El efecto es el desencanto social.
Pero se trata, también, de una crisis de legitimidad política, expresada como una crisis de confianza de los propios actores del sistema de poder configurado por la alianza MAS y movimientos sociales. El reacomodo de las dirigencias sindicales y populares es un síntoma inequívoco.
En realidad, el mayor fracaso de la estrategia masista es no haber conseguido establecer un férreo control político sobre la sociedad civil, lo cual habría supuesto disciplinar el comportamiento de las organizaciones sociales y sindicales. Esto no se ha logrado ni se logrará en el futuro. Y sin ello, el ansiado “poder total” es ilusorio.
El MAS apostó a un poder absoluto, sustentado en la fuerza movilizada de las organizaciones populares. Pero ambas cosas han resultado hasta cierto punto incompatibles. Forzosamente, la concentración del poder acaba excluyendo a los demás, y al cabo enajenándose su apoyo y compromiso.
Esta demostrado que Evo no puede gobernar sin el respaldo de los movimientos sociales pero, al depender de éstos, y en tanto no consigue cooptarlos y someterlos, se anula como gobierno. Los movimientos sociales tienen un poder de veto sobre las decisiones gubernamentales, y el gobierno es un régimen bloqueado, que cada día pierde autoridad.
Asediado por los conflictos y más rehén que nunca de la presión popular, Evo abdica de su función de gobernar. “Gobernar obedeciendo al pueblo” es pura demagogia, pero también es la auto-confesión de su impotencia.
Crisis de gobernabilidad a la vista
Es curioso que la pretensión de una democracia directa, incorporada en la Constitución masista, resultara siendo un disparo en el pie. La idea de un gobierno de las masas, implica borrar las diferencias entre Estado y sociedad, integrar a los grupos organizados en las estructuras estatales; en realidad, su absorción por el poder político. Pero, claro, a la hora de ser puesta en práctica, choca no pocas dificultades. Es lo que se ve ahora en la conflictiva relación del gobierno del MAS con los movimientos sociales.
Estos últimos, se han tomado a pecho el discurso del “gobierno de los movimientos sociales”, que es contradictorio con el empoderamiento absoluto de los gobernantes. Se instala, pues, un conflicto de legitimidades. De hecho, no existe un acuerdo sobre quién tiene la legitimidad para ejercer la autoridad y sobre cuáles son las reglas a las cuales debe ajustarse la formación de las decisiones políticas. Los sindicatos y organizaciones populares quieren tener mucha autoridad pero ninguna responsabilidad. Y lo propio ocurre con Evo y sus ministros, cada vez más renuentes a asumir los costos y riesgos de tomar decisiones y que quisieran descargarlos en los otros.
Lo cierto es que en un régimen corporativo como el actual, el poder solamente puede ejercerse mediante esfuerzos abrumadores de negociación con los grupos de interés y de presión. La dificultad mayor para la viabilidad de este sistema de decisiones estriba en la ausencia de mecanismos idóneos para arbitrar y regular los conflictos sociales. En cambio, dentro de una democracia representativa –ya suplantada-, con separación de poderes y un sistema institucionalizado de decisiones, la función arbitral y reguladora es desempeñada por el sistema político y con un sistema judicial independiente.
En la actual situación boliviana el rol arbitral ha quedado en manos de un único actor: el MAS. Este partido, sin embargo, no tiene oficio para actuar como árbitro de intereses contrapuestos y mediador de demandas y conflictos. Su propia mímesis con las organizaciones sociales lo ha inhabilitado. Mucho más ahora que luce tan desacreditado.
Entonces, ¿qué salida es posible al atolladero actual? Reforzar el carácter autoritario y de fuerza del régimen, y apelar a la represión, ha sido el camino elegido en varios momentos. Pero para un régimen declinante y con la legitimidad socavada, es una fórmula cada día menos eficaz.
La conclusión es una: el proyecto evista está en un punto muerto y una crisis de gobernabilidad asoma en el horizonte.
El post-evismo
¿Qué desenlace es imaginable? Son varios los factores en juego. Sin duda, la evolución de la economía es un factor decisivo. Desde luego lo que el propio gobierno haga, más el papel de otros actores políticos y sociales y, por cierto, los sucesos imprevistos.
La experiencia demuestra, por otra parte, que el régimen masista es impermeable al cambio y no se perciben razones para esperar que pueda reconvertirse en un régimen verazmente democrático y respetuoso del pluralismo político.
¿Y una reconducción (sin Evo) del proyecto evista? Quien pueda relevarlo y quiera ser su continuador reformista, probablemente se vea envuelto en el mismo drama: negociar con los movimientos sociales –que tienen la llave de la gobernabilidad- y ser, al cabo, prisionero de ellos y de su propia debilidad.
Tal vez, por ello, debamos prepararnos para un post-evismo incierto y una transición complicada, convulsa e inestable. Hasta que una recomposición general de fuerzas pueda cambiar el escenario nacional.
Quizás, entonces, el país encuentre un cauce para volver a la gobernabilidad y reconstruir las instituciones democráticas. Por cierto, las únicas que pueden asegurar la estabilidad política de largo plazo, con base en nuevos pactos políticos que comprometan el respaldo de los grupos sociales mayoritarios. Resta ver si surgirán las fuerzas políticas capaces de liderar la reconstrucción democrática de Bolivia.