José, de ocho años, tiene muy pocos amigos además de sus “vecinos”. No es que sea un niño arisco o agresivo, por el contrario, sus profesoras aseguran que es “brillante, animoso y muy activo”. El problema radica en que los padres de sus compañeros de curso no quieren que sus hijos entablen amistad con él porque “es el hijo de un presidiario de San Pedro”.
“Al principio, los hijos de los internos de la cárcel no son rechazados porque los niños no discriminan por si sólos. Pero como el niño de la cárcel no oculta de dónde viene y tiene un lenguaje lleno de groserías, los otros chicos lo cuentan en su casa y, después, tenemos papás que vienen a pedirnos que no juntemos a su hijo con estos niños”, explica Gladys García, maestra de Religión de la unidad educativa a donde acuden estos escolares.
Con ésa y otras acciones, relata, los padres presionan al plantel del establecimiento educativo para que sus hijos se relacionen lo menos posible con ellos, pues los consideran una “una mala influencia”. La discriminación es tal que las maestras pidieron no nombrar a la escuela para proteger a los estudiantes.
Nancy Choque, profesora de segundo de primaria en esa unidad educativa, recuerda que algunos de sus alumnos le dijeron: “Mi papá me dijo que no me junte con ese chico, porque es malo”, en alusión a un niño cuyo padre es presidiario.
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“Hace un año se reveló que dábamos clases a los hijos de los presidiarios. A los pocos días, los padres de familia comenzaron a sacar a sus hijos por miedo”, recuerda la directora, Jenny Larrea.
Pero no sólo los padres manifiestan miedo y discriminación, sino que la susceptibilidad se repite en las propias instituciones educativas. Las educadoras de la unidad visitada aseguran que otras escuelas de la zona rechazaron a estos alumnos, para evitar conflictuar su situación.
Esta unidad educativa tiene 400 alumnos, 98 de los cuales son hijos de los internos del penal. Distribuidos entre los cursos de primero a octavo de primaria, estos niños estudian, por lo general, marginados del resto de los estudiantes, por lo que sus “vecinos del penal” son sus únicos amigos.
“Los otros niños nos molestan. Me han dicho cosas feas de mis papás, por eso yo prefiero estar con mis amigos de San Pedro”, reclama Juana (6).
David relata que consecutivamente los otros niños “me blanquean (o sea recibe un golpe duro con el balón) cuando jugamos fútbol, y a veces lanzan la pelota al techo de la escuela”.
Las profesoras entrevistadas coinciden en que este tipo de actitudes discriminatorias se produce con cierta frecuencia y que ellas las recriminan y sancionan para evitar que se repitan.
“Les dicen cosas muy feas. Una vez escuché que a Juana le preguntaron ‘¿que haces acá?, seguro robas como tu papá’. Nosotros tratamos de evitarlo, pero es un comportamiento incentivado por sus padres”, desde el seno de sus hogares, contó Choque.
No obstante, las maestras admiten también que hay niños y niñas que viven en el penal y que se enorgullecen de lo “capos” que fueron sus padres en el ámbito en el que se desenvolvían.
Choque recordó que Felipe (10) le dijo a uno de sus compañeros de curso: “Mi papá es uno de los mejores ladrones que hay. Es muy capo y malo, ya vas a ver”.
Este tipo de alumnos son los que más preocupan a las profesoras, ya que son niños y niñas profundamente afectados por la vida que llevan dentro de la prisión. Choque explica que ellos necesitan de atención personalizada, de una educación especial que les permita obtener una identidad alejada de las barras.
“El problema es que ellos no sólo sufren la condena de los padres, sino que también la asumen como propia, aunque sin saber por qué”, agregó la educadora.
Palabras como “carajo”, “mierda” e “hijo de puta” abundan en el vocabulario de los niños de San Pedro, así como el uso de términos técnicos judiciales.
Las maestras recuerdan que hubo ocasiones en que, luego de faltar a clases, algunos niños arguyeron que “tenían audiencia”.
“Por ejemplo, teníamos una niña en tercero de primaria que un día nos dijo que iba a dejar la escuela porque ‘estoy saliendo libre mañana’”, recordó García.
Asimismo, estos niños muestran agresividad con mucha facilidad y sus profesoras lo atribuyen al lugar de donde vienen. Ellas tienen decenas de historias de niños abusados en los patios y celdas del reclusorio.
Los abusos van desde golpes y cortes, hasta vejaciones, como el caso de dos niñas, que sufrieron este tipo de maltrato. Las educadoras de la escuela advirtieron lo que pasaba porque las estudiantes cambiaron su comportamiento.
También recuerdan el caso de dos hermanas, Yosi y Carla, de 14 y 17 años respectivamente. Ambas dejaron la escuela pero García y Choque coinciden en que su historia fue muy dura. Según relataron, Carla fue obligada por su madre, quien cumple condena en la cárcel para mujeres de la zona de Obrajes, a prostituirse en San Pedro.
“Lo que pudimos averiguar es que la jovencita le daba la plata a su mamá, quien ayudaba al padre”, dijo Choque. En cambio, Yosi se negó a hacer lo que sus padres le pedían. La niña “buscaba estudiar para superarse y no terminar como ellos”.
Sus maestras intentaron ayudarla, denunciando la situación a las autoridades correspondientes. La respuesta que recibieron fue intimidación y amenaza de parte de la madre y sus clientes.
Sin embrago, Yosi continúa sus estudios, en este momento cursa la secundaria y, cuando puede, regresa a visitar a sus profesoras y prometerles que les mostrará su título de bachiller.
Muchos de los niños de la cárcel son de otras regiones del país, del Chapare y los Yungas, donde sus familias cayeron por la Ley 1008. “La mayoría son pisacocas”, dice Choque.
Esto impide que las maestras (una de ellas lleva 13 años en esta escuela) sepan qué fue de sus alumnos luego de que sus padres recuperan la libertad, ya que hay quienes regresan a sus pueblos.
En todo caso, ellas tienen un incentivo diario, el saber que su labor puede cambiar la vida a un ser humano en formación
Así, las educadoras tienen motivo para celebrar cuando saben que alguno de estos sus alumnos sale adelante “o cuando sus padres salen en libertad”.
Su madre los dejó en el penal. El caso de simón (8), habitante de San Pedro.
Los niños que viven en el penal de San Pedro con sus papás son, por lo general, huérfanos de madre. Éste es el caso de Simón y sus dos hermanos menores a quienes su madre llevó de visita al recinto penitenciario, pero una vez allí los abandonó. Las maestras del niño relatan que ella les dijo “vuelvo en un rato”, pero nunca más lo hizo. “Ya no tenemos mamá, nos dejó”, dice siempre Simón.
Su padre ya cumplió condena. El caso de silvana (12), ex habitante de San Pedro.
Silvana es una escolar cuyo padre cumplió condena y ahora está en libertad. No obstante que la niña ya está fuera del penal, mantiene contacto con un artesano en confecciones recluido en San Pedro y que costura diversos productos para sobrevivir. “El sastre de adentro me ayuda”, comenta Silvana refiriéndose a la persona que costuró bolsas para pan para casi todos los niños de la escuela, a bajo precio.
Reincidió y ahora está de vuelta. El caso de Luis (10), habitante de San Pedro.
Luis vivió en San Pedro junto a su padre durante dos años y en ese periodo acudió a una unidad educativa de la zona para cursar el primero y segundo de primaria, hasta que su padre obtuvo la libertad. Durante los dos años siguientes, las profesoras no supieron nada de él, hasta que este 2009, él regresó para incorporarse a quinto de primaria. Luis contó: “Mi papá volvió a ser detenido”.
Teme que su papá vaya a morir. El caso de Alejandra (11), habitante de San Pedro.
Las educadoras del establecimiento están preocupadas por el caso de Alejandra, a quien ven muy angustiada porque su papá le dice constantemente que “se quiere morir”. Las maestras cuentan que el hombre, que está en prisión por la Ley 1008, prácticamente dejó de comer augurando su deceso porque cree que “lo que le sucedió es injusto”. Entretanto, su hija de 11 años carga con este problema.
Convivir entre criminales los pone en riesgo
El futuro de los niños que viven en una prisión junto a sus padres depende de la forma de vida que éstos le den una vez que salgan de reclusión.
“Hay que considerar que el cerebro tiene cierta plasticidad, es decir que el niño o adolescente que se cría en una prisión puede convertirse en una persona activa y productiva de la sociedad si su padre sale del penal, trabaja e inculca en su hijo valores como la honestidad y el trabajo duro”, explica al respecto el psicopedagogo Jhonny Almanza.
Esto será posible si el padre se reinserta a la sociedad de lleno.
No obstante, advierte que hay muchas posibilidades de que ocurra lo contrario, es decir, que el padre sea un criminal reincidente y que en cada ingreso lleve a su hijo con él a prisión.
En estas circunstancias, opina Almanza, el niño asimilará el comportamiento delictivo de sus progenitores y del resto de las personas que lo rodean, entonces “tendremos un potencial criminal ante nosotros”.
Por ello, el especialista considera que estos niños necesitan de una atención especializada de parte de sus docentes y de psicólogos que les ayuden a sobrellevar de manera adecuada la vida que les tocó en el penal.
La edad más vulnerable, sostiene Almanza, es el paso de la niñez a la adolescencia, época en que la persona termina de formar su personalidad y su identidad, y comienza a preguntarse el por qué de las circunstancias que atraviesa en ese momento.
En todo caso, al margen de que estos niños vivan dentro de un reclusorio, el psicopedagogo cree que es preferible que todo menor de edad viva siempre al lado de sus padres a que lo hagan solos, en las calles.
PROBLEMAS
Criminalidad • Los menores que viven en prisión son testigos de las actividades criminales de los habitantes del penal. Muchos podrían aprender y asimilar esta conducta.
Inseguridad • Pese a que dentro del penal existe presencia policial, los niños y niñas que conviven con los criminales se convierten en potenciales víctimas de los antisociales. LA RAZÓN