Marcelo Ostria Trigo
La Segunda Guerra Mundial comenzó en 1939 con impresionantes victorias militares de Alemania. Luego, la Wehrmacht, que luchaba en varios frentes y que se había aventurado en la campaña contra la URSS, todo agravado por la entrada de EEUU en el conflicto, fue agotándose. Ese debilitamiento agudizó la locura y el 22 de agosto de 1944, Adolf Hitler ordenó al general Dietrich von Choltiztz, gobernador alemán de París, que destruyera la Ciudad Luz –lo que afortunadamente no cumplió–, ante la inminente retoma de la capital por la II división blindada del general Philippe Leclerc de Hautecloque. Recuperada la ciudad, el Führer, fuera de sí, preguntaba: “¿Arde París?”. Fue la reacción demencial del tirano debilitado, confirmando que “el hombre más peligroso es aquel que tiene miedo”.
En diciembre de 2000, la doctora Condoleeza Rice se iniciaba como consejera de seguridad del recién elegido presidente de EEUU–luego fue secretaria de Estado– y, en una entrevistada de Nathan Gardels, hizo una afirmación sugerente: “El peligro de Rusia no es su fuerza, sino su debilidad” (El País, de Madrid, 17/12/2000).
Los recientes sucesos en el Magreb mostraron las más salvajes reacciones de los tiranos contra sus pueblos, precisamente cuando ya estaban debilitados política y militarmente, y sabiendo que estaban condenados a la derrota.
Claro que hay otros ejemplos de la ceguera que sufren los déspotas: Pol Pot, el creador del manicomio de los ‘khmers rouges’ en Camboya, eliminó a más de dos millones de personas.
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Las demenciales dictaduras en nuestro continente, una a una, fueron cayendo, pese a apoyarse en la violencia.
En Bolivia, el Movimiento Al Socialismo, desde diciembre de 2005, fue arrollador. Ganó todas las elecciones y referendos nacionales. Tal fue su fuerza que logró imponer una curiosa Constitución: cambiar la República por el Estado Plurinacional; reformar la administración de justicia a su conveniencia para usarla como instrumento de represión; manejar la economía a su arbitrio; ahuyentar la inversión privada; ignorar el daño que ocasionan la corrupción y la creciente actividad del narcotráfico; derribar con argucias judiciales a autoridades opositoras elegidas, desconociendo la legitimidad de urnas; seguir una riesgosa política exterior de tensiones y confrontación y, además, un afán de dominar todos los espacios de poder en el país.
Franz Tamayo decía: “Nadie es impunemente poderoso”. Eso es cierto. El poder omnímodo –el que corrompe– siempre se agrieta; aparecen contradicciones y errores, y se hacen notorias las defecciones de los seguidores. Entonces se presenta la temida debilidad; no el simple quebranto que se procura esconder usando mayor violencia y más arbitrariedad.
La situación actual en Bolivia difiere de la que prevalecía hace seis años. Ahora hay signos de resquebrajamiento oficialista. El discurso, las promesas, las amenazas y aun los propósitos de enmienda ya no son suficientes para aquietar la inconformidad.
Un régimen que llega a un estado de peligrosa debilidad y reacciona con violencia frente a las exigencias ciudadanas, ve llegar el preludio de su ocaso.
Esto recuerda que “en el mundo hay un camino que siempre lleva a la victoria, y otro que inevitablemente nos aparta de ella. El que siempre lleva a la victoria se llama debilidad; el otro, el que inevitablemente nos aparta de la victoria, se llama fuerza. Los dos son fáciles de descubrir, pero el hombre no los conoce”.
El Deber – Santa Cruz