Fernando Molina
Keynes creía que las crisis se deben a la inclinación de los inversionistas a no invertir, a convertir la mayor parte de la riqueza social, que ellos acaparan, en ahorro, en desmedro de la inversión y el consumo.
Sus seguidores moderados creen que esta tendencia debe ser combatida con inversión pública y disminución de las tasas de interés; los keynesianos radicales postulan, además, la redistribución de la riqueza social, a fin de sacar de las grandes fortunas sumas que se reinyecten en la economía, lo que puede lograrse con impuestos progresivos y estímulo al consumo de los sectores más pobres.
Antes de Keynes, los gobiernos que enfrentaban una crisis no estaban prohibidos de actuar en la misma dirección del ciclo económico, es decir, en sentido recesivo, con lo que profundizaban más los problemas. Por ejemplo, no hacían nada contra el desempleo, no expandían sus presupuestos o mantenían el dinero caro y escaso. Desde Keynes, los gobiernos pueden rehusarse a las medidas que propone el keynesianismo radical, pero no tienen más opción que adoptar medidas keynesianas moderadas: poner más dinero en la economía y dejar caer las tasas de interés. Esto es, por ejemplo, lo que ha hecho Estados Unidos en los últimos años.
El keynesianismo se ha convertido en parte del sentido común económico, lo que ha tenido el efecto positivo de evitar que las recesiones deriven en catástrofes más graves, pero también el efecto negativo de estimular a muchos gobiernos, en especial a los europeos (incluso al de Gran Bretaña, que al fin y al cabo fue donde Keynes nació), a “nacionalizar la inversión”, es decir, a impedir que las empresas poco competitivas perezcan, y también a incrementar sus gastos en todos los momentos y no sólo en tiempo de vacas flacas.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Este éxito excesivo del keynesianismo se ha convertido en parte de las limitaciones de ciertas economías para resolver la crisis actual. Keynes, que quería salvar el capitalismo de las contradicciones que podían destruirlo, lo logró con métodos que, extremados por quienes lo siguieron póstumamente, también entrañan sus propias contradicciones. La Europa keynesiana tiene, en general, problemas de competitividad y un sector público excesivamente caro; las condiciones de vida de los europeos se han hecho cada vez mejores, pero parte de este avance no fue financiado por una mayor y más eficiente producción, sino con deuda pública e impuestos que disminuyen la competitividad del sector privado.
De ahí que las políticas económicas que más consenso están logrando en este momento en el Viejo Continente sean anti-keynesianas: recorte fiscal, despidos y muy poca o ninguna redistribución de la riqueza. Aun así, la contribución pública a la demanda continental se mantiene suficientemente fuerte como para que una profunda recesión no se encuentre entre las principales probabilidades. En todo caso, el keynesianismo -que desde los años 30 reina en Europa con periodos de mayor o menor absolutismo- saldrá bastante golpeado de esta coyuntura.
No sabemos aún si el actual comportamiento europeo será temporal o iniciará un proceso más estructural que, como pasó en Latinoamérica en los 90, acabará reduciendo considerablemente el Estado, en este caso, el “Estado del bienestar”. En ese caso el eclipse del keynesianismo, igual que a fines de los años 70, coincidiría con un reflorecimiento de las ideas de otro economista, el señor Milton Friedman.
Página Siete – La Paz