Marcelo Ostria Trigo
Se han inaugurado, en Londres, los XXX juegos olímpicos de la era moderna –los terceros en la capital británica. Por la magia de la televisión, millones de personas fueron espectadores, en primera fila, de la inauguración: una mezcla espectacular de tecnología y de arte escénico.
Y no se exagera cuando se afirma que estas olimpiadas –como ha sucedido con las anteriores– están captando la mayor atención en el mundo. Es que todos deseamos que triunfen los deportistas de nuestros países. Nos alegramos cuando ganan medallas, mientras legiones de admiradores siguen pendientes de sus favoritos.
En cada versión de los juegos olímpicos, un deportista, en nombre de los participantes, toma el juramento olímpico; e invariablemente se promete seguir fielmente el espíritu de esta cita deportiva que se la quiere de unidad y de amistad entre las naciones.
Desde que los juegos olímpicos de la era moderna comenzaron en 1896, se ha repetido que se trata fundamentalmente de competir. Una máxima del obispo de Pensilvania, Ethelbert Talbot: “Lo importante no es vencer, sino participar” inspiró al creador de los juegos, el barón Pierre Coubertin.
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Pero, en la realidad, lo que predomina es el deseo de triunfo. Lamentablemente, con frecuencia aflora la idea de que, si se gana es el triunfo de una nación y, si se pierde, es una vergüenza colectiva; se convierte, inclusive, en una cuestión de honor; todo lo contrario del ánimo que llevó a restaurar estos juegos originalmente griegos, en los que se trataba probar destrezas y habilidades individuales, como fruto del tesón y del esfuerzo..
Volver a la esencia del olimpismo, lo que significa aceptar que en estas competencias no está en juego la dignidad de una nación, de un pueblo, de una sociedad, permitiría restaurar su espíritu generoso. Podría, además, impedir el uso propagandístico de una olimpiada en favor de un sistema o de un modelo político, como sucedió con los juegos de 1936 en Berlín, cuando el dictador Adolfo Hitler se empeñó en demostrar una pretendida superioridad de la raza aria, lo que se frustró con el gran éxito del atleta estadounidense de color, Jesse Owens, triunfador en las carreras de 100 y 200 metros planos, en salto largo y, con el equipo de su país, en la carrera de relevos 4 x 100.
Pero, como sucede algunas veces, en esa ocasión también hubo un gesto noble. Jesse Owens había fallado en sus dos primeros intentos en la ronda preliminar de salto largo. Si fallaba el tercero, sería descalificado. Fue, entonces, que el atleta alemán Carl Ludwig “Luz” Long, le aconsejó que comenzara su salto varios centímetros antes. Owens siguió la indicación y se calificó; en la final ganó la medalla de oro. A este alemán, con sentimientos distintos a los del dictador de su país, se le concedió póstumamente –había fallecido en la segunda guerra mundial– la Medalla Pierre de Coubertin al Espíritu Deportivo.
Owens y Long, mostraron que en cualquier competencia estos gestos dignifican. Es que en el deporte –hay que repetirlo– no está en juego el honor nacional: perder una competencia no significa que se sufre una humillación. De lo que se trata en las olimpíadas es que surja la determinación de buscar oportunidades para lograr éxitos. La cuestión es, entonces, competir lealmente. Queda, por ello, indeleble la mencionada sentencia del obispo Talbot: “Lo importante no es vencer, sino participar”.
El Deber – Santa Cruz