Enrique Fernández García
“Existe un hecho evidente que parece enteramente moral: un hombre es siempre presa de sus verdades”. Albert Camus
Yo no he nacido para ser conciliador, sino a fin de convertirme en un partidario del combate intelectual. Fracasará quien me pida el acercamiento entre un régimen siniestro y sus opositores. Este tiempo no es propicio para descubrir méritos en un adversario que anhela mortificarnos eternamente. No me aflige que, por enésima vez, alguien recuerde los peligros del maniqueísmo. Tengo una postura que, sin vacilar, defenderé de manera vehemente. Estoy seguro de que, hasta el último respiro, afrontaré mis batallas con la intransigencia más feroz. Es el efecto de juzgar estimable la coherencia, esa virtud que cuantiosos contemporáneos han optado por abandonar. Esto hace que considere la radicalidad como un estandarte. El extremo está hecho para los hombres que no se sienten cómodos con la mediocridad, pues, a menudo, ésta es un sinónimo del equilibrio.
Desde hace varios años, gracias a debates, diversas lecturas y el conocimiento de sucesos que resultan incontrovertibles, mi defensa del liberalismo no consiente ninguna prudencia. Se trata de una doctrina que, sin excepciones, debe guiarnos cuando pretendemos mejorar nuestra realidad. Fácilmente, podemos causar vértigo al interlocutor si hablamos sobre países en los que sus bondades han sido palpadas. Aun cuando nuestros postulados sean resistidos por incalculables personas, quienes están intoxicadas de las necedades del socialismo, se recomienda insistir en su patrocinio. Además, en sociedades donde las discusiones teóricas no son posibles debido a la incultura del contrincante, conviene abandonar toda cortesía, rechazando el temor al ostracismo. La estupidez debe ser expuesta con una claridad que no deje lugar a dudas. Por ello, nunca tendré problemas en pregonar que la izquierda es una descomunal imbecilidad.
Siendo enemigo de cualquier manifestación del izquierdismo, aplaudo que me coloquen a la derecha. Sé que pueden relacionarme con Adolf Hitler y alguna otra bestia; no obstante, prefiero correr ese riesgo a ser puesto entre los apóstoles del verdugo apellidado Guevara. Por cierto, aunque a nuestros rivales no les guste saberlo, es necesario resaltar que todos esos opresores tuvieron filiación socialista. En consecuencia, lo denigrante no es defender el libre mercado, sino apoyar las agresiones al individuo. Los camaradas de un carnicero como Lenin pueden pronunciar discursos filantrópicos, al igual que redactar textos en los cuales se declaren compañeros del mundo entero; sin embargo, nada supera sus infamias. En muchas ocasiones, ellos demostraron que su presencia es útil para percatarse de los perjuicios generados por una dictadura.
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El deseo de atacar a los derechistas no es un mal exclusivo del marxismo más desquiciado. Existen personas que, desde una posición supuestamente democrática, favorable a la libertad, se suman al ataque lanzado por los colectivistas. Esos sujetos afirman que lo ideal es situarse en el centro, pero inclinados hacia la izquierda, porque encuentran allí los recursos para seducir a numerosos ciudadanos. En su criterio, el progresismo y los consensos son las únicas vías que vuelven realizables sus sueños electorales. Hasta el cansancio, ellos cuestionan a los mortales que no aceptan convenios elaborados para damnificar al individuo. De acuerdo con esa opinión, los hombres que no se apegan a sus principios, sean éstos políticos o éticos, pueden ganar la salvación eterna. No saben que su tibieza es sólo repudiable; en lugar de neutralidad, se demanda hoy beligerancia.