El escribidor y su cambio de mano


Enrique Fernández García

FERNANDEZGARCIA Fui hacia el comunismo como quien va hacia un manantial de agua fresca y dejé el comunismo como quien se arrastra fuera de las aguas emponzoñadas de un río cubiertas por los restos y desechos de ciudades inundadas y por cadáveres de ahogados.

Arthur Koestler



Es difícil concebir una sociedad en donde, aun cuando haya terror gubernamental, no existan individuos que rebasen las fronteras literarias, incluso estrictamente académicas, para llevar a cabo acciones políticas, cuestionando los abusos del poder, formulando propuestas radicales o incitando a la rebeldía. El compromiso intelectual es una convicción que, con fervor, ha sido adoptada por numerosos autores. Desde la época de Voltaire, podemos encontrar personas que siguieron esta línea. Por ejemplo, en Hispanoamérica, el siglo XIX nos obsequió la presencia de un gran escritor y estadista, Domingo Faustino Sarmiento; con certeza, su país cambió gracias a las proezas que supo consumar. México tuvo también la marca de Octavio Paz, un escritor cuya trascendencia fue mundial. Es imposible historiar el pensamiento en esa nación sin mencionar al ensayista de La otra voz, dueño de cavilaciones que incitaron a comenzar diversos debates. Respecto a Bolivia, de acuerdo con Salvador Romero Pittari, la figura del intelectual puede ser advertida, por primera vez, merced al extraordinario Alcides Arguedas Díaz, hombre que, como lo hizo Unamuno, su ilustre amigo, no dudó en denunciar necedades colectivas.

Ahora bien, si me preguntaran quién es hoy el intelectual de habla española más valioso, mi respuesta sería inmediata y categórica: Jorge Mario Pedro Vargas Llosa. Las razones que fundan este juicio son varias; sin embargo, prevalece su defensa del liberalismo, doctrina que yo amparo con intransigencia. Es que leer los razonamientos del autor de Los cachorros deja percibir, sin dificultad, el apego a nuestro ideario. Pero la cruzada liberal de Vargas Llosa ha sido producto de una evolución que, afortunadamente, lo llevó de la izquierda revolucionaria a la doctrina propugnada por Locke, Popper, Nozick y Revel, entre otros pensadores. Esta rarísima conversión, ya que lo usual es persistir en las majaderías del marxismo, justifica su conocimiento. Por ello, buscando aclarar los motivos que lograron causarla, cometo la osadía de intentar su explicación.

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En el popular bando de la izquierda

Desde que aprendió a leer en Cochabamba, Vargas Llosa ha tenido una relación cercana con la literatura. Nadie puede negar su voracidad en ese campo; él está lejos de ser un escritor sin cultura bibliográfica. Esta virtud le permitió conocer pronto a incontables narradores, poetas y dramaturgos. Así, su vida fue signada precozmente por esa clase de aficiones. Asimismo, sin mucha demora, la idea de que, comprometiéndose con las letras, podía provocar cambios sociales, políticos, culturales, se le presentó con toda su fascinación y nunca lo abandonaría. Acontece que, luego de haber dejado el Colegio Militar Leoncio Prado -institución que le hizo tomar consciencia de cuán diversa era la sociedad peruana-, nuestro escritor convenció a su tiránico padre, Ernesto J. Vargas, de que lo dejara estudiar en la escuela San Miguel de Piura. Esto imponía un cambio de residencia, pues debía trasladarse a esa ciudad, al lado del venerado Luis Llosa, su tío Lucho. Por cierto, mediante este familiar, al que quiso como un padre, don Mario conoció a su primera esposa, Julia Urquidi, la famosa tía Julia; también, estrechó los vínculos con su prima hermana, Dorita Llosa, hija de ese apreciado pariente y quien sería su segunda cónyuge.

La estadía en casa del tío Lucho fue determinante para su compromiso intelectual. Sucede que, debido a la experiencia que había tenido en el diario La Crónica, Vargas Llosa consiguió un puesto en el periódico La Industria. Esto fue importante por vivencias bastante concretas. En primer lugar, debo anotar que, ejerciendo sus funciones periodísticas, él conoció de la aventura del Movimiento Nacionalista Revolucionario y, tal como lo expresa en sus memorias, El pez en el agua, eso le hizo sentir que las injusticias podían ser acabadas sólo por medio de esas turbulentas acciones. Ello implicaba el respaldo a una ideología que su amado familiar profesaba: el socialismo. Porque, si bien Luis Llosa le aclaró el significado de variados conceptos políticos, su orientación izquierdista era evidente. De esta manera, lo natural era secundar la inclinación del pariente más querido. Pero, además del suceso boliviano y las perjudiciales enseñanzas hogareñas, la defensa de los postulados izquierdistas se consolidó por culpa de un libro que leyó nuestro autor cuando estaba en la adolescencia: La noche quedó atrás, de Jan Valtin. En esta obra, un comunista narra los infortunios que soportó durante la opresión del régimen nazi. Ese volumen fue catastrófico, pues fortaleció el convencimiento de que, a través del socialismo, se hallaba un paraíso terrenal.

El trabajo en La Industria posibilitó algo más. Pasa que el director del suplemento literario, Carlos Ney Barrionuevo, presentó a Vargas Llosa al par de escritores que lo invitarían a la acción política, terminando con una concepción purista del oficio. Dicha persona fue quien le dispensó lecturas de Malraux y Jean-Paul Sartre. El impacto de las nuevas ideas excedió lo conocido hasta ese momento. Es célebre la devoción que tuvo nuestro autor por el filósofo francés, quien, durante varias décadas del siglo XX, llegó a ser ensalzado a nivel mundial. En su descargo, reconozco que la primera etapa de Sartre resulta seductora para quien defiende radicalmente la libertad. Mas el amante de Simone de Beauvoir no forjó sólo El ser y la nada, El existencialismo es un humanismo ni La náusea, sino también Crítica de la razón dialéctica, ese bodrio favorable al colectivismo. Por suerte, la pasión por ese pensador no le duró para siempre, llegando aun a quitarle méritos literarios cuando se celebró el centenario de su nacimiento.

Posteriormente, este Vargas Llosa, que ya es izquierdista y admirador de Sartre, terminó el bachillerato. Correspondía entonces obtener un título profesional. Con esta finalidad, en un acto de rebeldía, él se decantó por inscribirse a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, descartando a la Pontificia Universidad Católica del Perú, que, por su nivel social, resultaba congruente con el escribidor. Esta decisión es asimismo provechosa para nuestro análisis. Es que, desde los primeros días de universitario, nuestro autor se relacionó con estudiantes de la misma orientación ideológica, tales como Lea Barba y Félix Arias Schreiber. Como ellos se reunían para conversar sobre cuestiones marxistas, entre otros temas, una malaventurada jornada, alguien los invitó a formar parte de un grupo de estudios. Era el primer paso para integrar Cahuide, nombre con que operaba clandestinamente el Partido Comunista del Perú. Por este motivo, Vargas Llosa leyó muchas sandeces de Marx, Engels, Lenin y demás pensadores del terror. La experiencia duró más de un año, pero, aunque él llegó a ser instructor de una célula, hubo siempre dudas acerca de lo acertado del ideario y dogmas que debía defender. Por ello, en enero de 1956, sin mucho pesar, se afilió al Frente Nacional de Juventudes Democráticas, que apoyaba la candidatura de Fernando Belaúnde Terry, a quien nuestro autor llegó a servir como escritor de discursos. En síntesis, descartó el comunismo, pero amparaba aún a la izquierda. No sólo esto, ya que, debido a la brutal forma de acabar con la rebelión húngara, en 1956, el novelista de La ciudad y los perros reprobó el proceder de la Unión Soviética. Esta irritación se repetiría en 1968.

En enero de 1958, Mario Vargas Llosa conoce París; luego, fija su domicilio allí. Un año después, en esa ciudad, junto con otros intelectuales, celebraría el triunfo de la Revolución cubana. A partir de ese hecho, su respaldo al castrismo será excepcional. Esto se vuelve patente cuando visita Cuba, en 1967, y, acompañado de algunas personas, conversa con el autócrata. En una crónica que compuso al respecto, publicada bajo el título «De sol a sol con Fidel Castro», lo describe como una «fuerza de la naturaleza», subrayando su tolerancia frente a las críticas y las ideas heterodoxas que profesaba. En cuanto a ese acontecimiento, destaco que, cuando alguien preguntó a Castro sobre la razón que impedía publicar a escritores disidentes, él respondió que, como no tenían mucho papel, le parecía injusto gastarlo en autores críticos, enemigos de la gesta revolucionaria, pues había que usar ese material en dar a conocer textos educativos; no obstante, según él, cuando hubiera excedentes, publicarían a todos, porque no temía ninguna crítica. Por supuesto, era una patraña que inventó ese sanguinario idiota para mostrase tolerante. Poco tiempo después, los críticos serían, además de censurados, castigados con suplicios carcelarios.

Más tarde, la relación con Fidel cambiaría. Entre el 5 de enero de 1968 y el 20 de agosto del mismo año, Checoslovaquia vivió un período de liberalización política: la Primavera de Praga. Lamentablemente, el totalitarismo de los soviéticos impedía cualquier disidencia; en consecuencia, se determinó fulminar esa romántica e inverosímil idea de crear un socialismo con rostro humano. Esto molestó a Vargas Llosa, por lo que volvió a cuestionar al Kremlin. La novedad fue que las arbitrariedades de Moscú fueron respaldadas por Castro, quien ya vivía a expensas del monstruo rojo. Desde luego, contradictor de los despotismos, nuestro escritor criticó a su antigua fuente de admiración. Después de esto, en una saludable decisión, la ruptura sería irreversible.

Respecto a Castro, conviene hacer una precisión relacionada con Octavio Paz, intelectual que jamás aprobó las alabanzas al dictador. Mientras incalculables escritores de Latinoamérica festejaban lo que había pasado en Cuba, el autor del libro El laberinto de la soledad permanecía escéptico. En esa época, por sus lecturas y experiencias, él ya intuía que se trataba de otro caudillo, alguien dispuesto a no consentir ningún límite, menos todavía uno republicano, para satisfacer sus deseos. Si las abominaciones del estalinismo le habían causado indignación, por lo que las denunció sin temor a la devoción comunista de incontables amistades, él no tuvo problemas en atacar al déspota. Tuvieron que pasar varios años, signados por acusaciones de la peor índole, para respaldar esa postura. Porque el desencanto con la dictadura caribeña demoró en concretarse. Lo importante es que, aunque hubo retrasos, muchos intelectuales pudieron percatarse del oprobio. Hoy, salvo los imbéciles de siempre, nadie discute lo fundamental que fue Paz para revelar los crímenes del comunismo.

Abandono del estalinismo caribeño

Tal como ya lo señalé arriba, la relación de Vargas Llosa con Fidel Castro fue afectada por los abusos soviéticos en Praga. Pese a ello, nuestro escritor confiaba todavía en las promesas de un mundo mejor que habían hecho los revolucionarios. No cabe duda de que, siendo literato, a él le interesaba lo concerniente al terreno cultural. Es oportuno resaltar que, por sus méritos personales, el creador de Los jefes formaba parte del Consejo de Colaboradores de la revista Casa de las Américas, donde imperaban los dictados de Haydée Santamaría. Esto fortalecía el vínculo con las letras cubanas, ramificado en amistades de distinto género. La relación con uno de ellos en particular, el poeta Heberto Padilla, es vital para entender nuestro tema.

El régimen consideró que Padilla había incurrido en actos reprochables. El problema giraba en torno a críticas que, sin interesar su buena fe, se rechazaban de manera total. La pretensión era no contar sino con escritores que alabaran las prácticas y los planes del castrismo. Naturalmente, cuando esto no pasaba, se activaban mecanismos que procuraban la corrección del insumiso. Así, luego de someterlo a las agresiones que caracterizaban al régimen, se le exigió consumar una declaración tan forzada cuanto ultrajante. En esa deplorable ocasión, junto a otros mortales que habían tenido la misma suerte, se aceptaron las acusaciones formuladas por los agentes del horror. Gracias a esta farsa, la reputación del sistema habría sido purificada. Por fortuna, tanto Mario Vargas Llosa como muchos intelectuales del extranjero no se creyeron esa mentira y, sin demora, dieron a conocer públicamente su insatisfacción con lo sucedido.

Enemigo de las críticas, Castro llamó canallas a los escritores que, como nuestro autor, osaban cuestionar su proceder. Tras esta reacción, el creador de La civilización del espectáculo decidió alejarse de Casa de las Américas. Para ello, el 5 de abril de 1971, dirigió una carta a Santamaría. Este distanciamiento produjo una consecuencia previsible: un nuevo ataque a Vargas Llosa. La cortesana del tirano le recordó que ellos habían hecho mucho por acrecentar su renombre; en consecuencia, obrar como lo hizo era una suerte de ingratitud. El 20 de mayo del mismo año, por efecto de ésa y otras réplicas, don Mario redactaría una misiva que, acompañada de la firma de muchos escritores, marca el fin de su apoyo al castrismo. Concluyó así el entusiasmo que un grupo de civiles despertó al vencer una dictadura corrupta, débil y sin apoyo internacional de importancia.

El despertar de la siniestra pesadilla

Luego del desengaño revolucionario, la lectura de algunos autores le mostró el camino que guardaba coherencia con sus convicciones. Ya no había prejuicios ideológicos que, bajo amenaza de reprimenda o expulsión, impidieran la consideración de quienes eran vituperados por sus antiguos camaradas. Popper fue uno de esos notables pensadores, cuyo volumen más comprometido, La sociedad abierta y sus enemigos, cautivó a nuestro escribidor. Ese filósofo le enseñó que, desde Platón hasta Marx, se había tratado de levantar una obra totalitaria, aborrecible para quienes, como él, desean una vida sin sujeciones humillantes. En cuanto a esas lecturas, debe señalarse también la influencia de Isaiah Berlin, puesto que sus reflexiones filosófico-políticas sirvieron para conocer distintos aspectos del máximo valor amparado por Vargas Llosa. Finalmente, en un acto de justicia, no se perdonaría relegar a Carlos Rangel, intelectual que, hace varias décadas, supo refutar las tonterías del tercermundismo, contraviniendo una tradición marcada por la envidia e imbecilidad.

De acuerdo con lo sostenido por Enrique Krauze, el abandono del socialismo se hace manifiesto en 1978. En un texto publicado al comenzar ese año –«Ganar batallas, no la guerra»–, Vargas Llosa exterioriza su convicción de que, para terminar con las injusticias, cuyas derrotas son siempre parciales, propugnar la ideología del colectivismo no era lo aconsejable. Todos los experimentos engendrados por Marx demostraban lo equivocado y peligroso que era ese camino. Con claridad, el siglo XX nos probó cuán dañina podía ser esa doctrina que había sido generosa únicamente en vilezas. Es cierto que el absurdo de la Unión Soviética se mantenía vigente; no obstante, sin ninguna guerra de por medio, su implosión sería total. Porque, vale la pena resaltarlo, el régimen cayó por lo inviable de un sistema que, para forzar su existencia, recurrió a vejámenes, invasiones e incontables abusos.

Ya se contaba con el pronunciamiento acerca del final de una enfermedad; empero, faltaba que la conversión fuese completada. Ese convencimiento definitivo, esa idea de que el liberalismo era la corriente certera, aun cuando no se caracterice por las fórmulas inflexibles, se produjo en 1979. Ocurrió que, por iniciativa del economista Hernando de Soto, se organizó un encuentro de liberales en el Perú. Entre los participantes más ilustres, estaban Hayek, Revel y Milton Friedman. La exposición de esos maestros, así como todas las ideas que se plantearon allí, fue útil para confirmar lo acertado del giro ideológico. A partir de ese suceso, sin que nada lo hubiese obligado a incurrir en retractaciones, Mario Vargas Llosa se convirtió en un brillante defensor de nuestra doctrina. No ha interesado el escenario; ante cualquier auditorio, por más impopular que resulte, su amparo de las ideas concebidas por Locke es siempre inequívoca. Esa cualidad lo hizo aceptar desafíos tan significativos como una pugna por la presidencia.

La heroica defensa del liberalismo

El 20 de julio de 1987, en una declaración cargada de imbecilidad, el presidente Alan García Pérez anunció que estatizaría las compañías de seguros, la banca y las entidades financieras. Frente a esta noticia estremecedora, el liberal Vargas Llosa decide oponerse públicamente al deseo del gobernante. Encolerizado, no demora en escribir un texto titulado «Hacia el Perú totalitario», pues, con absoluta razón, entendía que esa medida conllevaba un avance en el afán de abatir la libertad individual. Publicado el 2 de agosto en El Comercio, ese ensayo fue la primera de las acciones que ejecutó para defender sus principios. Después, el 21 de agosto del mismo año, se realizó un multitudinario encuentro en la plaza San Martín. El propósito del acto era repudiar, tal como se lo había hecho por medio de manifiestos y otras declaraciones públicas, la insensatez que defendían los oficialistas. Dado que había sido uno de sus gestores, nuestro autor tomó entonces la palabra y habló ante 130.000 personas. Fue tan grande aquella movilización, desprovista de colores partidarios, que la nacionalización no se consumó, favoreciendo al conjunto de la sociedad. En definitiva, se trató de una victoria que traería consigo mayores tentaciones.

Ante la carencia de hombres lúcidos y decentes que pudieran asumir grandes desafíos políticos, el reto presidencial fue planteado por no pocos amigos. Todos estaban entusiasmados, ya que el descalabro de la estatización había sido fulminante. Era posible vencer al populismo y sus miserias en el Perú. Además, considerando su protagonismo en esa hazaña, correspondía que nuestro autor asumiera la misión. Con este propósito, fue creado el Movimiento Libertad, facción que, junto con Acción Popular y el Partido Popular Cristiano, constituirían el Frente Democrático, bloque llamado a instaurar una sociedad abierta en el país donde nació Vargas Llosa. Es menester acentuar que su programa político fue una clara prueba de cuánto confía en el liberalismo. No hubo en sus propuestas ningún espacio para la demagogia ni las tonterías del Tercer Mundo. Por desventura, un candidato que, pocas semanas antes del final de la época proselitista, no parecía tener ninguna relevancia, cambió todo lo imaginado hasta ese instante. En efecto, respaldado por grupos evangélicos y gracias al desprestigio de la política tradicional, Alberto Fujimori sería una marea con crecidas incontrolables. Don Mario lo derrotó en la primera vuelta; sin embargo, los resultados le serían adversos cuando los peruanos debían decidir quién regiría sus destinos gubernamentales. Con todo, su derrota electoral no moderó el deseo de cuestionar las situaciones que, sin importar su envergadura o aun nacionalidad, resultan dañinas para la libertad. Así, como intelectual exento de cargas burocráticas, él continúa protagonizando nuestras contiendas.

Con seguridad, el cambio de postura ideológica no fue accidental. Existían razones que lo presionaban para lograr esa transformación, ese amparo de la única doctrina compatible con el escozor causado por las tiranías. Porque, si bien hubo un levantamiento incorrecto de banderas, incluso en su época más disparatada se podían divisar ideas que permitirían esa conversión. Para probar esto, nada mejor que recordar una frase pronunciada cuando Mario Vargas Llosa recibió, en 1967, el Premio Internacional de Literatura Rómulo Gallegos, pues revela su inestimable naturaleza: «Es necesario que sepan que la literatura es como el fuego, significa disidencia y rebelión, que la razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción, la crítica». Cabe agradecerle por mantener, contra viento y marea, esa meritoria posición. Su patrocinio de la libertad es una excepcional defensa que vuelve realizables nuestros anhelos.


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