El arma secreta de ‘El juego del calamar’ no es su violencia, su tono o su brutal diseño de producción, sino la magia de la narrativa surcoreana

No sabría decir a ciencia cierta cuándo me enamoré perdidamente de la factoría cinematográfica y televisiva de Corea del Sur, aunque puede que el primer gran punto de inflexión que recuerdo con especial cariño se remonte al Festival de Sitges 2010, cuando caí rendido ante la descomunal ‘Encontré al diablo’ de Kim Jee-woon. Desde entonces, thrillers, dramas o ñoñeces catódicas como la genial ‘Crash Landing on You’ me han acompañado errando raramente el tiro.



A pesar de que obras de cineastas de la talla de Park Chan-wook, Hong Sang-soo o Kim Ki-duk ya la dotasen de prestigio internacional, fue la ‘Parásitos’ de Bong Joon-ho quien puso a la industria del país asiático en el punto de mira del mal llamado «gran público». No obstante, la ganadora del Óscar quedó lejos de convertirse en el fenómeno de masas en el que se ha transformado la brutal serie ‘El juego del calamar’.

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Si os soy sincero, no sé a qué viene tanto revuelo con lo último de Hwang Dong-hyuk; después de todo, a estas alturas ya sabíamos que los surcoreanos suelen moverse en los terrenos de la genialidad. Lo que sí sorprende es que el show brilla hasta alcanzar niveles inusitados por factores que, a priori, no saltan a la vista; desplegando su verdadera artillería pesada en dos primeros episodios sin los que el resto de temporada no funcionaría con tanta precisión y efectividad.

El concepto es el concepto

Decía Pazos, el personaje de Manuel Manquiña en ‘Airbag’, que «el concepto es el concepto», y en el caso de ‘El juego del calamar’, es innegable que la premisa de su historia podría verse como el principal reclamo reclamo para atrapar al espectador y no soltarle en las más de ocho horas que dura su impagable y desasosegante viaje. Un concepto en el que juegos sádicos y un discurso sociopolítico mucho menos velado de lo que podría parecer, coexisten bajo unos valores de producción realmente impresionantes.

Viniendo de un cineasta de la talla de Hwang, responsable de largometrajes como el asfixiante y demoledor ‘Silenced’ o el espectáculo histórico ‘The Fortress’, poco menos podría esperarse que una exhibición de dirección, ritmo y puesta en escena digna de estudio y alabanzas. Una muestra de oficio impecable reforzada por un diseño de producción tan disparatado como impactante en el que los colores primarios, los escenarios imposibles y los vestuarios calculados al milímetro convierten cada secuencia en carne de meme.

Si a todo esto sumamos un tono que hace auténticos malabares al combinar drama, una violencia tremendamente explícita y cafre que no titubea al hacer manar litros de sangre y mostrar agujeros de bala abriéndose en primer término, y un peculiar sentido de la comedia, negro como el carbón, es totalmente comprensible que ‘El juego del calamar’ haya trascendido hasta alcanzar la ansiada viralidad. Pero la raíz del éxito de esta pequeña joya va mucho más allá de su vibrante fachada.

La clave del calamar

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A partir de este momento puede haber spoilers sobre los tres primeros episodios de ‘El juego del calamar’.

Aunque la tónica general con la que se ha recibido ‘El juego del calamar’ por parte de público y crítica esté marcada por el entusiasmo, los argumentos en su contra más usados han estado relacionados con sus dos primeros episodios; apuntando a una falta de progresión, a una excesiva dilatación hasta llegar a entrar en materia, y a una presunta falta de contenido. Nada más lejos de la realidad.

Durante sus primeras dos horas, la serie vuelca todos y cada uno de sus esfuerzos en ir dando pistas sobre su tono y los derroteros que tomará su —poco previsible— trama y, lo que es más importante, en presentar a sus principales elementos motores: unos personajes con los que, contra todo pronóstico, se desarrolla una empatía férrea instantáneamente.

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Seong Gi-hun, Ali, Jang Deok-soo, Kang Sae-byeok… la inmensa mayoría del surtido de personajes está compuesto por individuos, a priori, antipáticos; criminales, jetas, patanes o estafadores que encierran un corazón enorme, independientemente de la oscuridad y secretos que alberguen en su interior, y con los que se conecta gracias a dos capítulos cocinados a fuego lento dedicados casi íntegramente a ellos.

Esto hace que, cuando empiezan los juegos y los cadáveres comienzan a amontonarse de forma impredecible, la conexión sea tal —y esto se extiende incluso a los roles más antagónicos— que nuestros párpados se nieguen a cerrarse; no por el despliegue de horrores y virguerías visuales, sino por el drama que encierra cada uno de nuestros sufridores y, en cierto modo, entrañables participantes.

La magia del primer acto surcoreano

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Pero, ¿cómo consigue ‘El juego del calamar’ mantener el interés durante un primer acto que se aproxima a los 120 minutos de metraje y que se ve en la obligación de abusar de lo expositivo para plantear las bases de su universo? La respuesta se encuentra en la magia de la narrativa surcoreana y en su juego de giros dramáticos en la transición entre los dos primeros actos.

Detengámonos un momento para dejar claros un par de términos sin entrar demasiado en detalle. Durante un primer acto, se presenta a los personajes de una historia, sus conflictos y los objetivos que intentarán alcanzar en un segundo acto al que se llega después de un detonante —el giro de transición entre el primer y el segundo acto—. Del mismo modo, en la mitad del segundo acto existe un giro dramático conocido como mid point que, según la teoría, debería cambiar por completo los esquemas de la historia y del protagonista, convirtiendo la serie o película en algo radicalmente diferente.

Pues bien, sabiendo esto, imaginad un mid point colocado donde debería ir el detonante que marca la transición entre los dos primeros actos. Imaginad una película sobre un policía intentando atrapar a un asesino en serie en la que se arresta al criminal a los veinte minutos; imaginad una película de atracos en la que se logra desplumar la caja fuerte más segura del mundo a los veinte minutos o una de zombis en la que se contiene la infección antes de que termine el primer acto.

Esta artimaña explota con maña el efecto de lo imprevisible, del shock que te mantiene en vilo y acaba por completo con las ideas preestablecidas por la premisa de la producción. En ‘El juego del calamar’, esta triquiñuela aparece cuando se rompe la dinámica del juego en el segundo episodio, tras someter a votación la cancelación del evento. Por supuesto, en ese momento das por sentado que terminará ganando la opción de continuar —»claro, si no se quedan, no hay serie, tienen que seguir los juegos»—… ¡Pues no!.

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La magia del primer acto surcoreano hace acto de presencia para congelar la narrativa, desubicar y atrapar al respetable a golpe de incertidumbre mientras gana tiempo para continuar presentando a sus personajes y abriendo subtramas sin entrar en los pantanosos terrenos de la pereza en unos tiempos en los que los índices de retención de audiencia son cada vez más bajos. Si, además, añadimos una gestión impecable del cliffhanger, el éxito está más que asegurado.

Al final del día, no importa cuántas muertes sádicas hayamos presenciado, cuántos escenarios color pastel nos hayan impresionado ni cuantos giros dramáticos nos hayan dejado clavados en la butaca. Lo verdaderamente importante en toda historia —narrada en imágenes o no— se encuentra en la emoción; y sin unos personajes a la altura y una administración eficiente del suspense y el drama, lo efectivo terminaría siendo, simplemente, efectista. Y que me aspen si ‘El juego del calamar’ no es lo más efectivo que esconden los interminables menús del catálogo de Netflix.

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