Por Sergio P. Luís – Profesional independiente
Hace muchos años –más de treinta- conocí a Ana María Romero. Trabajaba como reportera, cubriendo organismos del Estado en La Paz para el diario en que trabajaba. Hija de un prestigioso político, Gonzalo Romero, un hombre de palabra enjundiosa que mostraba siempre sensatez y vigor en su pensamiento. Infortunadamente, Gonzalo se fue cuando aún tenía mucho que dar a Bolivia, a la que siempre amó con pasión.
Ana María, mientras tanto, mostraba su potencial como periodista. Grácil y armada con la suavidad de los prudentes, tenía convicciones firmes: estaba del lado de los demócratas, de los libres, de los realizadores… Detestaba la violencia, el engaño, la simulación, la corrupción y, sobre todo, las prácticas que dañan la dignidad ciudadana, en especial la violación de los derechos esenciales de las personas.
Con esas convicciones no fue extraño su destaque como una mujer de bien. Captó respeto y admiración. Fue ministra de Estado, directora de uno de los más influyentes diarios paceños y, finalmente, fue propuesta y electa como defensora del pueblo. Asumió sin estridencias la difícil tarea de defender al ciudadano, lo que es incomprendido y resistido por el poder. También en esta función, Ana María salió airosa. Fue popular sin un partido y respetada sin el poder.
Vino, luego, octubre de 2003. La revuelta, los muertos, los heridos y la poblada desenfrenada. Sólo enfrentamiento y muerte. Entonces, Ana María, sin ambiciones ocultas, pero ostensiblemente conmovida por la violencia y con notoria ingenuidad, se puso del lado de las víctimas, sin advertir que era instrumento del extremismo. No obtuvo ni prebenda ni cargo público; la ex Defensora del Pueblo cumplió con su conciencia, aunque favoreció a un desleal.
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Al fin, se retiró de la vida pública –acaba de afirmar que se había “auto-jubilado”. Comprensible, por su deteriorada salud.
Ahora vuelve una Ana María distinta. Quedó atrás la que velaba por la legalidad, por los derechos individuales, por la sensatez, por el cumplimiento de la ley, enfrentando a los abusadores y condenando las tropelías de los poderosos. No es probable que ella ahora ignore lo que pasa en el país. Nadie podrá creerle que no sabe que el régimen del MAS marcha hacia la dictadura y que se propone eliminar las libertades democráticas; no es posible creer que ella no esté enterada de la violencia recurrente de los sicarios oficialistas, que ya ha cobrado decenas de vidas; y es seguro que sabe que la corrupción y el narcotráfico crecen como nunca, y que la impavidez oficialista campea, con cinismo, su sectarismo primitivo.
Ahora, Ana María Romero de Campero, la que dejó un buen recuerdo, ya es masista y, aunque no se afilie formalmente, comparte la responsabilidad por tantas tropelías. Borra su pasado de dignidad, y es parte del plan de Evo Morales de establecer el “socialismo del siglo XXI” que inspira el chavismo infame.
Qué pena que Ana María se adhiera al clan de los dispuestos a anular la libertad de libre expresión, tan defendida por ella y por su gremio.
Qué pena que Ana María, ya sea candidata a senadora por La Paz en la lista del Movimiento al Socialismo…
Qué pena que Ana María se haya convertido en defensora, no del pueblo, sino del populismo opresor.
Qué pena que Ana María vaya a codearse con la incuria y la violencia.
Qué pena…