La tortilla americana

¿Quién no ha disfrutado de una deliciosa tortilla? Recuerdo las que guiaba mi abuela —no hacía porque se escapó de cocinar muchos años antes—; con paciencia y orden instruía a quien con gula le pedía comer una tortilla… y si era tortilla española, ¡Dios mío! qué sabor más glorioso.

La tortilla española que nos hemos zampado en estas tierras —conste que no es millennial ni, menos, centennial su disfrute— era, la clásica, de papas (o patatas, en castizo) y muchos llenamos, rápida, nuestra hambre con ella. Me dejaré guiar un poco por el (insustituible) Wikipedia: «La tortilla de patatas​ o tortilla española es una tortilla u omelet  [perdón mi digresión: la omelette que castellaniza Wikipedia es ‘similar al de una hoja redonda, extendida o plegada sobre sí misma’ describe Wikipedia en otra entrada; una versión en plato como Twiggy; continuaré con la copia] (es decir, huevo batido, cuajado con aceite en la sartén) ​a la que se le agrega patatas troceadas. ​Se trata de uno de los platos más conocidos y emblemáticos de la cocina española, siendo un producto muy popular que se puede encontrar en casi cualquier bar o restaurante del país». ​



Y vamos muy bien hasta acá: tortilla es igual a revoltijo de  huevo + papas + cebolla (a mí me gusta un diente de ajo y algo de cilantro (o culantro o coriandre) y cebollín (o ciboulette, como ahora ponen en los supermercados para alegría de mi hermana La Margarita); quizás debo ser un poco afrancesado ¡y no me repitan el cántico de los futbolistas campeones!).

Heráldica de ambas orillas del Gran Charco debe ser la tortilla de huevo (pero sin papas) porque Cortés la encontró en los mercados de Tenochtitlán —favor de no confundir con la exquisita tortilla de maíz taquera (la de maíz negro con quesillo y chilecito manzano junto con su buen chocolate debió hacer pecar a muchos canónigos, encomenderos, monjas y frailes) o la de harina de trigo norteña—. Luego, en tierra de Incas (fratricidas por ese entonces los Señores del Sol), el tubérculo apareció y fue un bien muy precioso llevado a Europa, más importante que el oro digo yo, porque salvó hambrunas en las Alemanias —las del Sacro Imperio, que eran varias y disímiles y a veces no inteligibles entre sí (pasaba como pasa aún hoy en Las Bolivias), y aun después, tras las dos Guerras—, en Polonia, en España, en Rusia, en Ucrania —cuando en los 30s Stalin mató de hambre a más de cuatro millones de personas durante el Holomodor—, en Bielorrusia y por estas tierras bendecidas de este lado: al Norte —sobre todo en el crack del 29 y lo que siguió— y en las de acá. (Claro que no nos bendijo en los políticos).

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Tan importante es la tortilla que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE) está llena de un celemín de frases al uso: “hacer tortilla algo (o a alguien), “volver alguien la tortilla”, “volverse la tortilla” y mi preferida coloquial: dar la vuelta a la tortilla, que el DRAE explica en acepción como: “locs. verbs. coloqs. (léase extendido como locuciones verbales coloquiales) Invertir las circunstancias o producir un cambio total en una situación.

Y esa inversión total en una situación es mi tema de hoy.

Empecemos con una aclaraciones “claringas”: liberal en los EE.UU. es todo lo contrario de lo que entendemos por estas tierras y por el otro lado del charco; allá significa de izquierdas y muy liberal equivale a muy de izquierda, progre, zurdo y lo que apareja; mientras que conservador será lo contrario (de derecha), que no es lo mismo que libertario (que entre ellos a veces se aman y a veces se odian). Dicho esto, pasemos a “la tortilla”: la búsqueda de la Presidencia en EEUU.

El 28 de junio, los líderes de los dos partidos principales —los EE.UU. casi siempre han sido bipartidistas aunque los nombres hayan variado o se hayan intercambiado las consignas (recuérdese que Lincoln, progresista y abolicionista, era republicano y los demócratas era esclavistas, aunque me quedó un poco chueca para ahora la comparación)—, el actual presidente y el expresidente, debatían porque ambos eran precandidatos de sus partidos: el expresidente Trump por el Republicano (o Grand Old Party: GOP) y el actual presidente Biden por el Demócrata. (No hablaré de méritos y deméritos de ellos —que los dos de ambos los tienen y bastantes— porque no es mi objetivo: iré a describir el panorama).

En las rojas huestes republicanas (el partido del elefante), los demás precandidatos habían ido quedando rezagados y retirándose, por lo que Trump era el candidato natural. Una caracterización rápida de a quien se dirige su campaña es la obrero industrial (afectado y descartado por la globalización), al propietario rural, a los habitantes de las ciudades pequeñas y los pueblos lejos de las grandes ciudades y sin grandes universidades (ninguna de las de la Ivy League y las principales de California, todas en el Top 20 de los Ránkings) y aun menos oportunidades; también a empresarios, en especial del sur y de energía. Del azulado espacio demócrata (con su burro de mascota), Biden había anunciado su intención de repostularse (en EE.UU., después de F.D. Roosevelt sólo pueden ser elegidos dos veces, continua o discontinuamente) y siguiendo una regla no escrita era tácitamente el candidato, aunque había señalamientos por su edad (81 años ahora y saldría con 86 de un presunto segundo período) y estado físico. (Y no es que Trump fuera juvenil —aunque su autofama de garañón pudiera parecerlo— porque tiene 76 y, de ser elegido, terminaría con 81).

Pero el debate fue fatal para Biden. The New York Times describió que: «El presidente Joe Biden enfrentó dificultades en su primer debate de la campaña de 2024 contra Donald Trump, divagando y mascullando sus respuestas mientras el expresidente defendía su candidatura a un segundo mandato con escasa resistencia por parte de su rival» y más adelante abundó: «Trump se mostró seguro y contundente, aunque soltó una retahíla de ataques engañosos y falsedades. Biden habló con voz ronca y entrecortada, cerrando los ojos de vez en cuando para reunir pensamientos que a veces no podía organizar […] Las dificultades de Biden no solo fueron evidentes cuando hablaba. Durante largos intervalos permaneció en silencio, con los ojos desorbitados y la boca abierta». Del otro lado del Atlántico, la BBC describió los “baches” de Biden como fuente de «‘pánico’ dentro del Partido Demócrata» y El País subtituló su análisis con una afirmación de Trump: «Creo que ni él mismo sabe lo que acaba de decir».

Los estrategas demócratas dieron todas las exlicaciones posibles (“resfrío”… “estrés”…) y Biden se fue a la casa familiar en Delaware para discutir con su familia si se retiraba o mantenía su candidatura. Decidió quedar de candidato, a pesar de que algunos pesos pesados de su partido lo aconsejaban abandonar (agravados por sus deslices esos días cuando presentó al presidente Zelensky como el presidente Putin y a la vicepresidente Harris la llamó la vicepresidente Trump… pero cuando en una entrevista olvidó el nombre de su secretario de Defensa —Lloyd Austin— y se refirió cuando designó «al secretario de Defensa, el tipo negro» seguido de pausas para tratar infructuosamente de recordarlo —y decir “negro” a una persona en EEUU puede ser ofensivo).

Pero lo que terminó de “dar la vuelta a la tortilla” fue el atentado incruento contra Trump. (Que las explicaciones del suceso estén llenas de huecos como un Emmental y sombras como Orinoca antes del exMuseo de El Jefazo —ex porque son ruinas vacías al Ego de un ignorante convertido en megalómano— no es el objetivo de mi comentario). Y no porque los asesinatos políticos sean inusuales en EEUU: lo fueron los presidentes Abraham Lincoln en abril de 1865, James Garfield en julio de 1881, William McKinley en septiembre de 1901 y John F. Kennedy en noviembre de 1963; los que sobrevivieron atentados fueron Andrew Jackson (1832), Theodore Roosevelt (1912), Franklin D. Roosevelt (1933), Harry Truman (1950), Gerald Ford (1975 en dos ocasiones, mujeres ambas), Ronald Reagan (1981) y Barack Obama (2011) mientras que otros asesinatos famosos de políticos fueron los del senador Robert F. Kennedy (hermano de JFK) en 1968 y el intento que dejó paralítico al segregacionista gobernador de Alabama George Wallace en 1972; masacres violentas han habido muchas, en épocas recientes las peores fueron en Las Vegas (Nevada) en 2017 (58 muertos y 851 heridos) y en la discoteca Pulse de Orlando (Florida) en 2016 (49 fallecidos, 53 lesionados); si hablamos de centro educativos e templos, las peores fueron las de Virginia Tecn en 2007 (32 y 23), la Escuela Primaria Sandy Hook (Connecticut) en 2012 (27 y 2), la iglesia bautista de Sutherland Springs (Texas) en 2017 (26 y 20), Escuela Primaria Robb de Uvalde (Texas) en 2022 (21 y 14), la Escuela Secundaria Stoneman Douglas de Parkland (Florida) en 2018 (17 y 17), la Universidad de Texas en Austin en 1966 (16 y 31), la Escuela Secundaria de Columbine (Colorado) en 1999 (13 y 24), la sinagoga de Pittsburgh (Pensilvania) en 2018 (11 y 6) y la Escuela Secundaria de Santa Fe (California) en 2018 (10 y 14). Todos estos casos fueron con armas de fuego, muchas veces rifles semiautomáticos; el que en 2021 murieran 48.830 personas con heridas relacionadas con armas de fuego en Estados Unidos (dato CDC) y que proliferen —con bastante flexibilidad— armas de fuego de múltiples calibres en el país se explicaría —no justificaría— por la formación de la Nación: colonos migrantes huyendo de la persecución religiosa en Europa en los siglos xvii y xviii y, después, en el siglo xix la expansión violenta al Este, desde las 13 colonias originales hacia el Atlántico hasta llegar al Pacífico; per se, la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América del 12 de diciembre de 1791, protege el derecho inalienable del pueblo estadounidense a poseer y portar armas.

Disculpándome de tan largo relato de la violencia con armas de fuego en EEUU, regreso a nuestra historia: Ya sea por solidaridad de adeptos y de indecisos frente al atentado —caudal de votos creciente— como por las críticas a la presunta ineficiencia en prevenirlo y a la real ineficiencia en aclarar cómo puedo realizarse —sobre todo conociéndose quién lo realizó—, la candidatura de Biden se convierte en un Titanic sin su orquesta de cámara despidiéndolo, con aún mayor éxodo de apoyos (Pelosi, ex Speaker de la Cámara, ya le había recomendado abandonar) y pedidos de retiro (Obama, que lo apoyaba como Clinton, ya lo sugirió) antes de que en noviembre termine siendo una debacle fatal para el Partido Demócrata.

El COVID19 de Biden —católico— ahora es la última posibilidad “elegante” de despedirse y no ser como Cronos.

«El alma del Señor aborrece al que ama la violencia». [Salmos 11:5]