El síndrome Garibay

 

Cuentan las crónicas del 17 de junio de 1994 que, durante el máximo apogeo del fútbol boliviano, la selección nacional disputaba el partido inaugural del mundial de selecciones organizado por la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA), a disputarse en la ciudad de Chicago (Estados Unidos de América), sede de tan importante acontecimiento. Aquellos noventa minutos, siguen siendo, a día de hoy, el momento más significativo para el conjunto de una sociedad, que observaba orgullosa el resultado de un trabajo sacrificado y riguroso, fruto de largos años de tesonero esfuerzo iniciado por un hombre, Dn. Rolando Aguilera Pareja, fundador de la escuela “Tahuichi”, que fue la base de aquel equipo que le regaló al país su momento de mayor alegría.



Aquella clasificación lograda por mérito propio, es sin lugar a dudas –gracias al talento de deportistas consecuentes con sus ideales, convencidos de sus capacidades y comprometidos con su trabajo y esfuerzo de largos años–, el reflejo de un fenómeno de fortalecimiento social que experimentaba el país por aquellos años. El cambio de mentalidad de una sociedad que, para entonces, conservaba en la memoria todo lo que había significado un periodo largo de dictaduras militares, muertes, persecuciones, gobiernos populistas, recesión, hiperinflación, entre otros males de la política boliviana, que debían ser extirpados desde la raíz.

Tal como señala David Goldblatt: “El fútbol es, realmente, el reflejo más extraordinario de la sociedad”. A partir de esta aseveración, podríamos marcar algunas pautas acerca del impacto social, cultural y económico de esta disciplina. El fútbol es un deporte que se juega en todo el mundo, sin embargo, en cada lugar, tiene sus propias particularidades. Partiendo de esa premisa, colegimos que el fútbol, es un indicador que nos permite establecer algunas ideas del comportamiento social.

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Establezcamos que una sociedad que no tiene tradición de celebrar triunfos y éxitos (no necesariamente en el fútbol, puede aplicarse a cualquier otra actividad), probablemente (si es de su interés), en determinado momento volcará la mirada a sus fueros internos tratando de encontrar la falla y buscará la forma de corregirlo. Sin embargo, existen sociedades que no tienen la tradición de triunfos y éxitos, pero que extrañamente celebran sus fracasos; estas sociedades son indudablemente aquellas que han perdido de vista la realidad y se niegan el derecho divino por alcanzar algo más sublime, excelso y maravilloso.

Cuando el boliviano (Oruro) Héctor Garibay cruzó la meta en el primer lugar del Maratón Internacional de la Ciudad de México el pasado 27 de enero, fue rápidamente catapultado al mundo de la inmediatez. Un hombre que hasta entonces había pasado inadvertido, comenzaba a experimentar algo totalmente distinto a la paz que proporciona el anonimato y se convertía –a decir de los medios de prensa– en “el héroe boliviano”.

Nadie se preocupó en saber acerca de su preparación, su alimentación, sus condiciones de vida, lo único importante era alimentar la propaganda y llenar los titulares, buscando convertirlo en la imagen de la esperanza de una sociedad sin tradición de triunfos. Nadie prestó atención a las palabras del profesional argentino contratado para ayudar a la preparación de Garibay rumbo a los juegos olímpicos. Juan C. Mazza (preparador de atletas), afirmaba que el atleta no estaba preparado para hacer podio (ganar), por lo que debía quitársele esa presión de encima. Una vez más, la negación de la realidad y el deseo de celebrar un nuevo fracaso, pudo más que el buen juicio.

La negación de la realidad es preocupante y forma parte de las características de estas sociedades a las que les place vivir obcecadas ante la realidad evidente. Prefieren vivir una realidad ficticia en la que se extiende la autocompasión, el conformismo y la resignación. Una búsqueda permanente para justificar el fracaso con argumentos que se vanaglorian repitiendo epítetos socialmente aceptados y que son transmitidos de generación en generación. “No importa ganar, lo verdaderamente importante es competir”; “El puesto 60 (de un total de 80 competidores), no es fracaso, porque al menos lo intenta”; “¿Cuántas maratones corriste tú para poder opinar?”; “No cuenta con apoyo económico, hace lo que puede”

Para el fisiólogo Yannis Pitsiladis, la pobreza es la clave del éxito de los atletas kenianos, a diferencia de las sociedades que se regocijan negando la realidad y donde la pobreza resulta ser el más grave de sus problemas; la historia nos enseña que para otros países la pobreza se convierte en el motor que los impulsa. Kenia, es el segundo país en el medallero olímpico (en competencias de larga distancia) sólo detrás de Estados Unidos. Patrick Sang (atleta keniano) señalaba en entrevista con el periódico El Mundo: “Correr no es una pasión para nosotros, correr es doloroso, pero nos proporciona un futuro mejor para nuestras familias”. Kenia no cuenta con centros de alto rendimiento, no hay programas de becas, no existen gimnasios, tienen escases de productos, el agua potable es un lujo, los atletas corren sin zapatillas y, aun así, tienen una larga tradición de medalleros olímpicos.

Otra característica que tienen estás sociedades que niegan la realidad, es la necesidad de soslayar el sacrificio, la disciplina, la entrega permanente en la búsqueda de objetivos a largo plazo. Aspecto que es promovido y alentado por quienes tienen a su cargo el manejo de las instituciones, ocupándose de incrustar ideas absurdas cada vez más profundamente. Aquellos encargados que, se equivocan al proponer soluciones simplistas a problema estructurales, como las de competir en escenarios deportivos que se encuentren a una mayor altura para clasificar al mundial, son los mismos que piensan que un atleta con seis meses de preparación puede ganar una medalla olímpica o que cambiando entrenadores cada seis meses mejorará el fútbol.

La necedad con la que se niega la realidad, se la justifica, defiende y se celebran los fracasos, son características del “síndrome garibay”. Ese lastimero “lamento boliviano”, que conduce a la sociedad a alegrarse por situaciones aisladas como la goleada a la selección argentina (2006); o que los hijos de una famosa cantante colombiana tengan una niñera nacional; centrar las expectativas de éxito en la posibilidad de que el hijo de un famoso jugador francés quiera vestir la camiseta de la selección del país de origen de su madre u ocupar el puesto sesenta de la maratón olímpica de Paris. Si no son razones que llamen a la preocupación, al menos deberían llamar poderosamente la atención, siempre y cuando exista el deseo de cambiar y crecer como sociedad.

El “síndrome Garibay” también se aplica a la política. La negación orilla a este tipo de sociedades a crear ídolos con pies de barro, recitando frases como: “ese político tiene experiencia, aquel otro no” (justificando la elección de un burócrata corrupto que ha medrado del Estado toda su vida y denostando la figura de líderes emergentes, jóvenes, sanos y con ganas de cambiar la realidad).

En el país de los ciegos el tuerto es rey. Los procesos, sean en el deporte, la educación, la economía u otro ámbito, requieren tiempo y dedicación, no surgen de la noche a la mañana como intentan hacerlo ver los prestidigitadores de la política. Lastimosamente, mientras la sociedad continúe dormida, sin interés de despertar y abrir los ojos, estarán condenados a seguir celebrando fracasos, al igual que sus hijos y los hijos de sus hijos.

La transformación debe ser estructural, no parcial, se debe aprender del trabajo de preparación de un verdadero atleta que desea mejorar la vida de su familia y se esfuerza todos los días, durante años, de manera constante y consecuente con su objetivo para poder alcanzarlo; a diferencia del trabajo de preparación de seis meses, condenado al fracaso. Es imperativo acabar con la negación de la realidad y lo peor justificarla, tratando de descalificar a quienes intentan alentar la esperanza de cara al futuro, para alcanzar objetivos reales que permitan sentirse verdaderamente orgullosos.

 

 

Carlos Manuel Ledezma Valdez

Escritor, divulgador histórico & docente universitario