Enrique Velazco
En enero de 2006, el MAS llegó democráticamente al gobierno con el apoyo de más del 50% de los electores. Recibió un país con una economía relativamente saneada, una deuda externa de dos mil millones de dólares (20% del PIB), exportaciones no tradicionales (con valor agregado) que superaban 60% a 40% a las tradicionales (minerales e hidrocarburos) y, como una ventaja adicional, reservas probadas de gas para honrar contratos de venta con Argentina y Brasil, que aseguraban ingresos por 60 mil millones de dólares en 15 años. Era un escenario político soñado.
Larga es la lista de desaciertos gubernamentales desde 2006, que nos trajeron a la muy precaria situación actual. En las últimas semanas, varios periodistas y muchos “opinadores” han ofrecido detallados inventarios de los “errores y horrores” cometidos, lo que me exime de tocar el tema. Baste decir que, cumplidos los 15 años, lejos de haber acortado las brechas con nuestros vecinos, iniciamos el descenso a una crisis que amenaza ser una de las peores del siglo porque, esta vez, no hay una “red de seguridad extractivista”.
En efecto, entre los años 1940 y 1970, el estaño proveyó la base de ingresos; en los 1970 y 2000, lo hicieron el petróleo y otros minerales; y en lo que va del presente siglo, se esperaba que, el gas y el litio, nos convertirían en el “corazón energético de Sudamérica”.
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Pero el gobierno no fue capaz de añadir “ni una sola molécula” de gas a las reservas conocidas en 2005, aunque malgastó varios cientos de millones de dólares en exploración, y, un inviable proceso para extraer litio, fue la justificación para malgastar otros mil millones de dólares. Como consecuencia, estamos hoy endeudados por un monto comparable al PIB, con una canasta de exportaciones más concentrada aún en pocos productos, y sin ninguna perspectiva de otro “salvavidas extractivista” a corto o mediano plazo.
Contra esta realidad, realmente sorprenden, primero, el desparpajo con el que los responsables del desastre pelean ahora por su “derecho” a terciar en las próximas elecciones; y, segundo, la atención que medios de comunicación, políticos y analistas dan a esas candidaturas, sin poner en debate la idoneidad de esas personas para sacarnos del laberinto en que nos metieron.
En todas las gestiones democráticas anteriores, en las que los gobiernos se sucedían cada cuatro o cinco años, y los gabinetes ministeriales cambiaban al menos un par de veces en cada período presidencial, resultaba difícil asociar un problema específico a una decisión política determinada.
Por ello, en democracias, raras veces los políticos asumen responsabilidad por los efectos de sus acciones u omisiones. En general, como sus gestiones son cortas, los políticos que pasean por las entidades públicas −como “gerentes turistas”− casi nunca enfrentan las consecuencias de sus decisiones: en una gestión de gobierno, varios políticos pueden pasar por un mismo cargo en una misma gestión, de manera que las responsabilidades individuales por los errores -si y cuando los dejan aparecer, se diluyen. Solo queda la sociedad como la única que sufre los perjuicios, y asume los costos, sociales, económicos o ambientales de malas decisiones políticas.
Pero hoy nos toca vivir algo inédito en nuestra historia democrática: con 18 años en el gobierno, en el MAS hay actores políticos y burócratas que no pueden eludir o deslindar responsabilidades; más aún, como desde temprano el gobierno se auto-definió como exento de “libre-pensantes”, las responsabilidades se circunscriben a su círculo más íntimo de conducción. Es este nivel que, en última instancia, estableció las metas y decidió las designaciones a puestos clave para la gestión –política y administrativa– que derivó en los errores e incompetencias que configuran la actual crisis estructural.
Estas designaciones −y las que los designados, a su vez, hicieron− nunca obedecieron a criterios de ética, eficiencia, productividad o probidad vinculados a metas de desarrollo, sino a lealtades y compromisos buscando ascenso político o, más frecuentemente, beneficios personales, muy alejados de lo que se esperaba de la reserva moral de la humanidad.
Mientras más acentuados los intereses personales, mayor la ineficiencia de la gestión pública. En consecuencia, la responsabilidad y el origen directo del desastre al que avanzamos, está en el círculo de poder “exorcizado de libre-pensantes”, pero rodeado de operadores políticos serviles y obsecuentes, que siempre quedan impunes en tanto ayudan a fortalecer el poder político. ¿Hay alguien responsable por Chaparina, por la crisis del agua de 2016, la doble derrota de La Haya, la destrucción final de la justicia, y la larga lista de fracasos como San Buenaventura, Bulo Bulo, litio, YPFB, etc., o por meses de inacción ante desastres ecológicos para beneficiar a “cooperativistas” o “interculturales”? No. Pero la gran mayoría sigue con atención plena la guerra de culpas entre el expresidente y su exministro de economía, buscando la primicia sobre cuál será el candidato.
Lo que evidentemente esa mayoría todavía no entiende, es que la magnitud y complejidad de la actual crisis, será mucho más severa que las anteriores y no podría ser resuelta por ninguno de sus creadores porque “por sus hechos los conoceréis”: tuvieron su gran oportunidad, no dieron la talla, y construyeron la crisis. Su apego a la ideologización y la politiquería solo aportarían más conflictividad. Necesitamos las mejores mentes profesionales, y personas políticas con profundos valores cívicos, éticos y humanos para superarla. Y la condición necesaria para juntar ideas con políticas para que se comprometan con objetivos comunes, es que la sociedad, en pleno, tome conciencia sobre la severidad de la crisis, la inevitabilidad de sacrificios, la necesidad de aportes de toda la ciudadanía, y el destierro de la politiquería y de la demagogia, disfrazadas de ideología.
La recompensa por este esfuerzo, sin embargo, será insuperable: terminar con el extractivismo, construyendo la institucionalidad que nutra una economía productiva, diversificada e inclusiva. Tomará varios años, pero nuestros hijos y nietos tendrán, finalmente, un futuro posible.
Enrique Velazco Reckling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo