El Estado boliviano asumió diversos estilos de gobierno en los últimos cien años. Algunos de ellos fueron conocidos como liberalismo, nacionalismo, dictadura militar, neoliberalismo o populismo. Sin embargo, ninguno de ellos resolvió de buena manera la situación económica, política, social y cultural del país, llegando al extremo de hablarse en nuestros días de un “estado fallido”, término polémico, por cierto, que se ha generalizado en el orden planetario.
Si se lo toma en forma literal, un Estado fallido ocurre cuando existe un Estado débil, con poco control de su territorio, donde no hay un gobierno efectivo, democrático, sino un mando centralista abusivo, de tinte dictatorial, que acapara y utiliza todo el poder, no garantizando el funcionamiento normal de la administración estatal, ni asegurando el acceso a servicios básicos a su población, pero que tampoco controla la criminalidad.
El think-tank estadounidense Fund for Peace (Fondo por la Paz) publica el llamado Índice anual de Estados Fallidos (Failed States Index), basándose en varios indicadores, que se edita en la revista norteamericana Foreign Policy, desde 2005. En el último informe, Bolivia ocupa el puesto 81, entre 179 países.
El fracaso de un Estado hoy en día se mide, según los siguientes parámetros: corrupción política e ineficacia policial y judicial; altos niveles de criminalidad, delincuencia organizada, e inseguridad ciudadana; altos niveles de terrorismo y narcotráfico; incapacidad de las fuerzas y cuerpos de seguridad para responder a los puntos anteriores; altos niveles de informalidad, pobreza y pobreza extrema; crisis económicas, inflación y desempleo; incapacidad para suministrar servicios básicos a su población; incapacidad para responder a emergencias nacionales; vulnerabilidad frente a desastres naturales; sobrepoblación y contaminación; bajos porcentajes de personas con educación superior; gran parte de la población viviendo en asentamientos irregulares; fuga de talento (emigración altamente cualificada); gran parte de la población con educación primaria o secundaria incompleta; pérdida de control físico del territorio o del monopolio en el uso legítimo de la fuerza pública; incapacidad para interactuar con otros Estados, siendo miembro pleno de la comunidad internacional.
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Otro término que complementa al concepto de Estado fallido es el llamado “estado paralelo”. Se lo usa para describir la existencia de un nexo clandestino entre el liderazgo político formal con facciones al interior del aparato del Estado, el crimen organizado y/o los expertos en violencia. En particular, se dice que en el “estado paralelo” se pueden distinguir otras tres variantes principales de la gobernanza criminalizada: el “estado corrupto”, especialmente “vocacional”, el “estado mafioso” y el “estado de los señores de la guerra o guerrillas”.
Frente a los nefastos acontecimientos nacionales de las últimas dos décadas, es muy posible que la mayoría del pueblo considere que, hoy por hoy, Bolivia ostenta un estado fallido, pero también es generalizado el criterio que los culpables no son sólo sus gobernantes. La causa primigenia es su modelo administrativo, un Estado centralista que concentra el poder político y económico, favoreciendo a una burocracia estatal, corrupta, ineficiente y clientelar, presa fácil de todos los aspirantes a ocupar el trono presidencial.
Mientras no se cambie este modelo, anacrónico, perverso y podrido, cualquiera sea el próximo inquilino de la plaza Murillo, la historia seguirá siendo la misma. Bolivia necesita ser refundada. No será con parches o ventosas milagrosas que salven a un estado fallido agonizante.