En Bolivia existe una gran corriente social opositora que quiere el cambio político, es decir, conseguir 110 (diputados y senadores) asambleístas plurinacionales (no azules) para iniciar un nuevo ciclo político. Está motivada por un sentimiento anti, de rechazo al partido que gobierna desde 2006. En paralelo, contiene un pensamiento pro, que la ilusiona con la unidad partidaria para competir electoralmente en 2025. Sin embargo, tiene un gran problema: su probable representación política está fragmentada en diversos precandidatos, y no los distingue.
En función de las escasas, pero mediáticas estrategias discursivas de los precandidatos opositores fragmentados sobre la necesidad de un cambio de gobierno; distingo entre ellos –con mucha dificultad- dos subcorrientes: formales y alternativos.
Los opositores formales quieren un cambio de gobierno, no necesariamente de sistema. No tienen definida su plataforma ideológica. Entienden que el cambio político se debe dar en el marco de las reglas de juego del Estado Plurinacional. Quieren el cambio de mando, pero no necesariamente el cambio de las estructuras de dominación establecidas desde la Constitución aprobada en 2009. Por ejemplo, no está en sus planes, como propuesta concreta, potenciar la autonomía departamental para redistribuir el poder político hacia las regiones. Son ambiguos con respecto a su preferencia sobre el mercado ante el Estado, y más seguros sobre el predominio de este sobre aquel. Se limitan a trabajar con la imagen personal y consignas. No tienen ideas políticas de innovación y renovación de alcance popular e indígena. Su narrativa ideológica es ínfima, limitada al sentimiento anti.
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Los opositores alternativos quieren un cambio de gobierno y de sistema. La definición de su plataforma ideológica es ambigua. Entienden que el cambio político debe apuntar hacia una transformación de las reglas de juego del Estado. Cambiar el mando y normas que incentivan la lógica de las organizaciones colectivas y minimizan al individuo. Son rupturistas, no revolucionarios. Son menos ambiguos con respecto a su preferencia del mercado por sobre el Estado, pero no directos con respecto al achicamiento de este. No son contundentes sobre la necesidad de redistribuir el poder político hacia las regiones. Al igual que los formales, se limitan a trabajar con la imagen personal y consignas. Tampoco tienen ideas políticas, innovadoras y de renovación, de alcance popular e indígena. A pesar de que sus deseos son menos conservadores y más liberales que los de aquellos, su narrativa ideológica es débil, sin capacidad de despegue nacional.
Con todo, el sentimiento anti es el atributo que comparten formales y alternativos con la base social. A pesar de que esta gran corriente tiene un pensamiento pro unidad, los precandidatos todavía no logran materializarlo porque no salen de su burbuja. La fragmentación es efecto de su falta de pragmatismo y calle.
Como efecto, tienen poca claridad para orientar a la gran corriente, necesitada de una nueva concepción de Estado (menos castigador con el ciudadano que paga impuestos) y sociedad (más proclive a los principios republicanos). Resumo: los fragmentados quieren competir, no ser competitivos.
Sin duda, la gran corriente y los opositores aspirantes a formar un nuevo gobierno coinciden en un sentimiento y una idea vaga de cambio político. Lo que está en duda es la probabilidad de un proyecto político unificado para competir electoralmente que satisfaga a todos. La única certeza es que aquellos están fragmentados y con pocas posibilidades de alcanzar el número mágico en el parlamento (110) para cambiar la historia. Lo interesante es que ahora, por lo menos, se los puede distinguir.
José Orlando Peralta Beltrán / Politólogo