La intocable marca del poder

En Bolivia, Evo Morales sigue siendo un hombre intocable. Las acusaciones que lo rodean, cada una más grave que la anterior, podrían hacer caer a cualquier otro político, pero no a él. Ni siquiera el vendaval más feroz parece derribarlo.

Fuente: https://ideastextuales.com



El expresidente ha encontrado la manera de resistir, de sobrevivir. Su figura parece inmune a las reglas del juego político, y aunque lo empujen, aunque lo tumben, siempre vuelve. O, al menos, nunca se va del todo.

Ahora, Morales enfrenta una de las acusaciones más serias: abuso sexual a una menor de edad. Pero lo cierto es que no sólo enfrenta el peso de la justicia, sino el de una guerra política más profunda y compleja. En el Chapare, su bastión cocalero, se levanta un ejército de lealtades inquebrantables. Campesinos con palos y banderas, la vieja guardia que lo sigue desde sus días de líder sindical, están dispuestos a incendiar el país si lo tocan. La lealtad es algo poderoso, tan poderoso que a veces resiste incluso a la verdad. Y Evo ha sido hábil cultivando esa lealtad. Ahí está, otra vez, rodeado de su gente, de aquellos que lo seguirán hasta el final.

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Ha tenido la destreza para convertir un escándalo en una plataforma política. Para Morales, las acusaciones no son más que otra trinchera, otro sitio desde donde disparar. La fiscalía lo acusa, pero él responde que no es la justicia la que lo persigue, sino la política. “Quieren descabezar al movimiento popular boliviano”, declara. No se defiende por lo que hizo o dejó de hacer; se defiende por lo que representa. Es la vieja táctica del victimario que se convierte en víctima, una historia tan antigua como la política misma. Si lo apresan, no será un abusador, será un mártir.

Y así funciona. Porque no es cualquier político: es Evo. Es el hombre que, en el relato oficial, devolvió la dignidad al pueblo indígena, desafió a los poderes imperiales y construyó un país nuevo. Los cuerpos de las mujeres –o en este caso, de una mujer en particular– quedan al margen de esa épica. Las acusaciones de estupro se diluyen bajo el peso de un relato político más amplio. Michel Foucault tenía razón cuando decía que el poder no solo se ejerce sobre los cuerpos, sino también sobre la verdad. En Bolivia, la verdad no siempre cuenta.

«La familia es sagrada», dice Morales repitiendo las afirmaciones realizadas públicamente horas antes por su ex ministro de Hacienda y actual mandatario de Bolivia, Luis Arce Catacora. “No se metan con la familia”. Estas frases, tan simples como enigmáticas, revelan más de lo que parece. Morales invoca a la familia como si fuera una muralla que lo protege.

Es curioso cómo, cuando se trata de un caso de abuso, los líderes políticos recurren a ese concepto. La familia, repite, es sagrada. Pero nunca se habla de la chica, ni de su familia.

En el juego de la política, los cuerpos reales se vuelven invisibles. Su narrativa lo posiciona como protector de los valores tradicionales, defensor del orden y de la moral. Es un truco tan viejo como eficaz. Pierre Bourdieu lo llamaba violencia simbólica. Una forma de imponer un orden sin recurrir a la fuerza física, sino a través de las palabras, los gestos, las ideas.

Luis Arce Catacora, Presidente de Bolivia, y Evo Morales Ayma, ex presidente.

Lo más fascinante de esta historia no es que Morales se defienda, ni que lo acuse su propio partido, el Movimiento al Socialismo (MAS). Lo que realmente sorprende es que lo haga con éxito. En un país donde las instituciones judiciales son frágiles, donde los gobiernos caen y resurgen, Morales sigue siendo una figura de poder. Y ese poder no está en lo que dice o hace, sino en la lealtad que ha construido. Su capacidad para maniobrar en las instituciones, para mover las piezas del tablero político a su favor, sigue siendo impresionante.

Incluso ahora, cuando Bolivia está dividida, cuando la economía se tambalea y cuando su propio partido lo enfrenta, da la impresión de inmunidad. Es el hombre al que no logran derribar, el líder que sobrevive a todo. Es como si Bolivia, con su historia de golpes y contragolpes, de presidentes que caen antes de tiempo, hubiera encontrado en Morales una excepción: un político que nunca termina de irse.

La historia de Evo Morales no es la de un hombre acusado de abuso. Es la historia de un país donde las lealtades políticas pesan más que la justicia, donde el poder no se gana ni se pierde en los tribunales, sino en las calles, entre la gente. Y mientras esas lealtades existan, mientras Morales pueda movilizar a su ejército de campesinos, seguirá siendo intocable.

Evo Morales no es solo un hombre. Es un símbolo. Y en Bolivia, los símbolos son difíciles de derribar.

por Mauricio Jaime Goio.