Uno se pregunta si Claude Monet podría haber imaginado que, 150 años después, su Impresión, sol Naciente acabaría colgada en millones de paredes alrededor del mundo, gracias a las reproducciones comerciales. Es irónico que la pintura que fue descrita como un “borrón incompleto” por los críticos de su tiempo, ahora sea considerada el epítome del buen gusto. El impresionismo ha tenido la suerte de sobrevivir a su escándalo original para convertirse en una expresión artística de gusto general.

Lo que comenzó en 1874 como una revuelta radical contra la rigidez académica, terminó cautivando a la humanidad. Los cuadros que antes causaban náuseas a los críticos ahora solo causan suspiros nostálgicos. ¿Cuántos de nosotros, al ver las bailarinas de Degas o las flores de Monet, pensamos realmente en la revolución que estas obras representaron? ¿O nos limitamos a admirarlas como parte de ese paisaje cultural que hemos heredado y que consumimos sin pestañear?

El impresionismo no fue siempre así de amable. En su momento, estos pintores fueron los punks del arte, los rebeldes que destrozaron el establishment con pinceladas rápidas y desordenadas, que escandalizaron a los críticos de la época y enfurecieron a los respetables señores del Salón de París. Las pinceladas sueltas de Monet no solo eran manchas de pintura, sino gritos de protesta, una rebelión visual contra la rigidez y la hipocresía de una sociedad que ya no representaba lo que veían sus propios ojos.



Es curioso pensar que aquellos que desafiaban a la autoridad y rechazaban el arte “serio” ahora ocupan el espacio más alto en los altares del buen gusto. El impresionismo fue una revolución, aunque una de esas revoluciones que se vuelven cómodas y complacientes con el tiempo. Lo que los impresionistas hicieron fue algo tan simple y a la vez tan radical: cambiaron la manera en que miramos. Sus cuadros no representan solo escenas bucólicas o paisajes tranquilos; capturan la luz, la atmósfera, el movimiento, y lo hacen con una frescura que aún hoy, cuando conseguimos ver más allá de la postal, puede sacudirnos un poco.

Édouard Manet, Argenteuil, 1874

Porque al fin y al cabo, lo que los impresionistas nos enseñaron es a dudar de la nitidez, a desconfiar de la realidad precisa y perfecta que el arte clásico nos vendía como la única verdad. Nos enseñaron que el mundo es difuso, que la luz cambia las cosas, que nuestra percepción está siempre en movimiento. Eso es lo que hace que el impresionismo siga siendo, en esencia, una revolución pendiente.

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Pero claro, lo difícil es recordar esto mientras haces fila en un museo ante una de estas obras entre hordas de turistas que levantan sus celulares para obtener su propia “impresión” de las obras. Porque el impresionismo, como tantas otras cosas, ha sido transformado en una especie de espectáculo, una atracción más en el negocio del turismo cultural. Y sin embargo, algo del viejo espíritu subversivo sigue ahí, si uno se acerca lo suficiente para verlo. Aún podemos percibir el eco de esa vida moderna y vibrante que los impresionistas retrataron, a la vez con fascinación y con una leve crítica.

Claude Monet, Mujer con sombrilla.

Al final, lo que estos pintores hicieron no fue solo crear una nueva estética, sino ofrecer una nueva manera de ver el mundo. Y en ese sentido, el impresionismo es profundamente moderno. Hoy, en una era en la que vivimos rodeados de imágenes fugaces y superficiales, en la que la inmediatez es la ley, los impresionistas nos recuerdan que el mundo está lleno de detalles que solo captamos de reojo, en un instante, y que luego se desvanecen.

En 2024, a 150 años de su primera exposición, el impresionismo nos deja con una pregunta incómoda: ¿es posible seguir viendo el mundo con la frescura con la que estos pintores lo hicieron, o hemos sucumbido completamente a la tiranía de la postal, del souvenir, del cuadro colgado en la pared que ya ni siquiera miramos? Tal vez la respuesta esté en algún lugar entre la luz vibrante de un cuadro de Monet y las sombras borrosas de nuestra propia percepción.

Lo que es seguro es que, cada vez que miramos un cuadro impresionista con algo más que el cansancio de la repetición, algo de aquella revolución inicial sigue viva. Aunque sea por un instante, la luz cambia, y todo lo que creíamos saber sobre el arte y la realidad se disuelve en pinceladas rápidas y nerviosas. Una impresión. Una revolución silenciosa.

por Mauricio Jaime Goio.