La economía boliviana atraviesa una crisis que refleja las consecuencias de decisiones gubernamentales mal planteadas. El déficit fiscal, la inflación en la canasta básica, la escasez de combustibles y de dólares, son síntomas de un modelo económico que prioriza el control estatal y el gasto público desmedido, sin preocuparse por la sostenibilidad a largo plazo. Pero, como bien se dice: lo que inicia mal, termina mal. Y este final está impactando directamente en los bolsillos de los bolivianos.
El déficit fiscal es uno de los problemas estructurales más graves que estamos enfrentando. Durante años, el gobierno ha gastado más de lo que recibe, apostando por políticas que buscan satisfacer al corto plazo, sin tomar en cuenta las finanzas públicas. En lugar de fomentar un crecimiento económico basado en la productividad, se ha insistido en un modelo estatal que asfixia al sector privado. El creciente endeudamiento ha puesto a Bolivia en una situación de vulnerabilidad. No solo compromete a las futuras generaciones, sino que obliga a tomar medidas fiscales cada vez más restrictivas, debilitando la ya frágil estabilidad económica.
La escasez de combustibles es otra muestra del fracaso. A pesar de los vastos recursos naturales, Bolivia enfrenta crisis de abastecimiento de diésel y gasolina. Este problema no surge de la noche a la mañana; es el resultado de un sistema de subsidios que distorsiona el mercado y desincentiva la inversión en infraestructura energética. El costo de estos subsidios a la larga es insostenible, y el gobierno parece más preocupado por evitar un estallido social inmediato que por corregir un problema estructural que empeora la situación presupuestaria y macroeconómica.
Sumando otro problema más, la inflación golpea fuerte a los más vulnerables. Productos esenciales como el pan, el aceite, la carne, entre otros muchos, han aumentado de precio. Las políticas del gobierno no solo han fallado en proteger a personas de escasos recursos, sino que han agravado su situación. La mala gestión económica desincentiva la producción nacional, peor aún la inversión internacional. Las distorsiones generadas por la escasez de combustibles y los problemas logísticos internacionales no hacen más que aumentar la incertidumbre. Y, como angurriento de poder, esta Morales bloqueando el país y destruyendo lo último del tejido económico que busca estar de pie.
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A este complejo panorama se suma la escasez de dólares. La falta de divisas ha generado tensión en el sistema financiero, afectando la capacidad de las empresas para importar y creando presión sobre el boliviano, lo que podría llevar a una devaluación. Esta crisis refleja la dependencia de Bolivia en las exportaciones de materias primas y la erosión de las reservas internacionales. La escasez de dólares limita el comercio y amenaza con disparar aún más la inflación, afectando la vida cotidiana de los bolivianos.
El problema de fondo es que Bolivia sigue atrapada en un modelo económico agotado. El Estado ha monopolizado los recursos, asfixiado la inversión privada y fomentado una dependencia del gasto público que es insostenible. Para corregir el rumbo, es necesario reducir el tamaño del Estado, disminuir el gasto corriente y permitir que el mercado funcione sin interferencias excesivas. Se requiere una reforma energética que atraiga inversión privada y elimine los subsidios que han distorsionado el mercado de combustibles, además de una política fiscal más equilibrada. El camino será difícil, pero es la única manera de corregir un modelo que, desde el principio, ha mostrado señales de fracaso. Mientras se siga apostando por políticas populistas y cortoplacistas, estamos destinados al fracaso. Lo que inicia mal, termina mal, y Bolivia aún está a tiempo de cambiar antes de que las consecuencias sean irreversibles.