Entre cuerudos, cínicos y cobardes


 

 



Patética realidad es la que estamos viviendo en Bolivia, marcada por el caos generalizado, la normalización de la violencia y la indiferencia ante la indefensión ciudadana, cada vez más aprendida que impuesta. El desorden es el nuevo orden que se impone en las instituciones, sean públicas o privadas, y en la política, sin diferencias entre oficialistas y opositores. Las manifestaciones violentas han dejado de ser un recurso excepcional, al que se rechaza y condena, y se han convertido en una regla que se celebra, se alienta y hasta se premia. No solo se ignora el estado de indefensión en el que está la mayoría de los bolivianos; peor aún, se alimenta la pasividad de los indefensos, llevándolos a creer que nada pueden hacer para cambiar la realidad que los atormenta, denigra y liquida.

Estamos muy mal, cada vez peor, entre cuerudos a los que no le hacen mella las críticas o denuncias de corrupción; entre cínicos que actúan cada vez con mayor descaro y que hasta se jactan de su desvergüenza; y entre cobardes de toda laya, incapaces de enfrentar a los cuerudos y de desenmascarar a los cínicos, sea por inercia o por voluntad propia. O, quien sabe, por intereses creados y contrarios a los de las mayorías a las que suelen aludir en discursos huecos y promesas incumplidas. Y no, por favor, no vengan a decir que antes estábamos peor, comparando los años de terror vividos en dictaduras con los que nos toca vivir hoy, en democracia. Una democracia maltrecha y desfigurada, de la que cada vez queda menos rastro, por obra y desgracia de la triple C: cuerudos, cínicos y cobardes.

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Cada uno carga con su propia cuota de responsabilidad (o culpabilidad). Ninguno se libra de pena y culpa. Pero sobre uno de ellos cae un peso mayor: el de los cobardes. Es la acción o inacción de los pusilánimes la que les permite tomar el control del poder a los otros dos que hacen uno: son tan cuerudos, como cínicos. Nos lo demuestran cada día, en todo momento, en vivo y en directo, desde la Plaza Murillo o desde las plazuelas que se confunden entre sí. Cada vez con más prepotencia, con más descaro, con más violencia. Ganando y asegurando impunidad, a cambio de nada. O casi nada, habrá que decir, al recordar las fotografías que los muestran sonrientes, unidos en un apretón de manos, en una celebración insólita, compartida entre verdugos y víctimas, tratando de convencernos y convencerse ellos mismos de que todo está bien.

Todo lo visto y dicho podría quedar apenas como una anécdota más a recordar entre café y cerveza, como tantas ya anotadas en la errática historia de este dibujo libre que es Bolivia, si no fuera por el peligro que entraña para quienes la habitamos. Ya no se trata de un par de desatinos o de una fortuita metida de pata, de una falla o desencuentro menor. Lo que estamos viviendo en Bolivia es terrible: la dinamita ha reemplazado a la palabra; el fusil al lapicero; la sinrazón a la razón. La impunidad de los violentos es alentada desde el Estado y consentida por las víctimas. La injusticia es la norma. La mentira, una virtud o un talento a incentivar. La esperanza, un bien escaso. La democracia, una ilusión.

El fuego está cada vez más cerca y el agua cada vez más escasa y más lejos. Literalmente. Ya no se trata apenas de una emergencia, de unos foquitos de calor concentrados en una docena de pueblos. Vivimos un estado de desastre nacional. El país está incendiado y sin bomberos suficientes para apagar las llamas. Los pirómanos han tomado el control del Estado, a vista y paciencia de quienes deberían combatirlos. ¿Habrá que resignarse a morir calcinados, reducidos a cenizas?


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