La historia de América Latina ha visto surgir líderes carismáticos que se convierten en símbolos de la identidad y aspiraciones de sus naciones. En Bolivia, Evo Morales asumió ese rol, encarnando el imaginario colectivo de justicia social y representatividad para las mayorías excluidas. «Evo es pueblo» se convirtió en un lema cargado de misticismo, prometiendo dar voz a «los de abajo». Sin embargo, tras años de tensiones, la imagen de Morales como representante absoluto del pueblo se fracturó irreversiblemente, y su figura, que en un principio unió al país, acabó dividiéndolo en un entorno polarizado, con repercusiones significativas tanto en la micro como en la macroeconomía nacional.
Evo Morales ascendió desde las bases cocaleras del Chapare hasta convertirse en un líder de alcance nacional. La construcción de su imagen puede analizarse desde la perspectiva de Joseph Campbell y Carl Jung, quienes afirman que el héroe mitológico refleja las ansiedades y aspiraciones colectivas, conectándose con los deseos y esperanzas de una sociedad, especialmente con la cultura que representa simbólicamente. En ese sentido, Morales fue absorbido en el imaginario nacional y latinoamericano como un «mesías indígena». Como plantea Enrique Krauze en El pueblo soy yo, Morales trascendió lo político para convertirse en un símbolo de transformación y resistencia ante las élites y siglos de opresión colonial. Esto se evidencia en su discurso ante la ONU en 2006, donde declaró: “Después de 500 años de desprecio, de odio… llegué donde llegamos, para reparar un daño histórico”, simbolizando su papel de héroe emergente y el reflejo de las ansiedades colectivas, no solo de los pueblos explotados, sino también de sectores sociales marginados, que vieron en él, la oportunidad de sanar el sufrimiento de más de cinco siglos y de luchar por los «derechos de los pueblos indígenas del mundo y la hermandad».
En medio de la vulnerabilidad democrática, Morales se presentó como el individuo que comprendía el verdadero sentir del pueblo, respaldado por el ethos andino de la Pachamama, una conexión espiritual con sus raíces culturales. Su ascenso al poder se entendió como una reivindicación histórica para la nación indígena y campesina, una respuesta de la tierra misma a siglos de explotación y marginación. Evo Morales se convirtió en el emblema de un renacer ancestral, y su llegada al poder supuso un momento de justicia colectiva.
Su figura estuvo acompañada por una narrativa populista. Como señala Ernesto Laclau, en este tipo de discurso, el líder carismático monopoliza la representación del «pueblo» en contraposición a una «élite» corrupta, en este caso, los gobiernos neoliberales y las transnacionales, con el “imperio” como el mayor enemigo, al que desafió en su discurso en Nueva York, al proclamar “un milenio del pueblo y no del imperio”. En sus primeros años de gobierno, se aprovechó la bonanza económica derivada de los recursos naturales para consolidar su poder y mejorar el bienestar material. Sin embargo, el populismo es una trampa de doble filo: la promesa de representar al pueblo se tornó en una concentración de poder, que, como indica Krauze, convierte al líder en un «padre protector», rol encarnado al ejercer un fuerte control sobre los medios y su imagen pública.
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Con el tiempo, y la caída de los precios internacionales del gas, marcó un punto de inflexión para Bolivia, exponiendo la dependencia de su economía en las exportaciones de recursos naturales y la falta de diversificación productiva. Ante esta crisis, el país comenzó a consumir sus reservas internacionales, que en 2014 habían alcanzado un máximo de 15 mil millones de dólares. Esta disminución reveló la vulnerabilidad de la economía boliviana y generó una creciente polarización en torno a la gestión del expresidente. A pesar del entonces ministro de economía, y actual presidente, Luis Arce, sobre una “economía blindada”, las políticas económicas demostraron ser insuficientes para contrarrestar los efectos de una bonanza agotada, fragilizando el consenso y aumentando la fractura política en el país.
Con un gobierno debilitado, Morales ignoró el referéndum del 21 de febrero de 2016 y la Constitución que él mismo impulsó en 2009, que limitaba la reelección presidencial continua. A pesar de la negativa popular, buscó una nueva reelección, enfrentándose a una oposición encabezada por Carlos Mesa. En su intento por retener el poder, el líder utilizó las instituciones debilitadas, como el Órgano Electoral Plurinacional, lo que derivó en un fraude electoral monumental en 2019. Este escándalo marcó el inicio de su declive, agravado por los conflictos sociales emergentes.
La caída de Morales estuvo marcada por una crisis de legitimidad, desestabilización y desabastecimiento. Intentó recuperar el apoyo popular apelando a una narrativa de resistencia, pero esto solo avivó el descontento. Bolivia se sumió en un conflicto en el que «Evo es pueblo» dejó de resonar, mostrando la distancia entre el discurso y la realidad dividida del país.
Hoy, en un contexto muy distinto, se enfrenta abiertamente al actual presidente, Luis Arce, acusándolo de “emprender una ruta judicial y violenta para desmantelar el proceso de cambio”. En contraste, Morales ha sido declarado persona no grata en Cochabamba, uno de los departamentos más afectados por bloqueos que han generado desabastecimiento e inflación. Estos eventos resultan opuestos a su discurso ante la ONU en 2006, cuando, bajo el lema de “Evo es pueblo”, declaró: “Los pueblos indígenas (…) somos de la cultura de la vida y no de la guerra”. Sin embargo, hoy se aliena la confrontación, afirmando en su programa de radio Kawsachun Coca que las movilizaciones “cansarán al gobierno”. ¿Pero a qué costo para la población? Las largas filas para obtener gasolina, pollo y alimentos esenciales evidencian las consecuencias de esta política de tensión y división.
Así, el mito de «Evo es pueblo» se ha transformado en desencanto, reflejando una promesa incumplida. La dualidad de su legado —unidad y división, liberación y control— sigue marcando a Bolivia, un país con una economía debilitada y una población que aún sufre las secuelas de un liderazgo que encarnó el sueño de justicia para «los de abajo» y que, al final, se desmoronó bajo el peso de su propia promesa.
Freddy Jhoel Bustillos Arraya
Politólogo y Comunicador Social