¡Qué viene el lobo!

 

Había una vez, en una pequeña y alejada comunidad aymara —cercana al lago Poopó—, un joven pastorcillo que cuidaba su rebaño de ovinos y camélidos en pleno altiplano boliviano. Sus vecinos, dedicados a la agricultura, admiraban la tenacidad de este mozalbete que sabía conducir a sus ovejas, llamas y alpacas para que encuentren algo de pasto y arbustos en esta agreste planicie.



Para el inquieto pastorcillo, que se entretenía al son de una trompeta, inundando de tristes melodías la desolada naturaleza a su alrededor, la pasividad de su rebaño lo aburría hasta el tedio. Una infausta ocasión, para divertirse y salir de la monótona rutina del frío lugar, se le ocurrió gastarles una broma a los comunarios, que tanto lo querían. En una de esas noches gélidas, cuando la luz de la luna inundaba la faz de estas altas tierras, inspiró profundo, y con todo el oxígeno que pudo meter en sus pulmones, gritó a voz en cuello: ¡Lobo, lobo… qué viene el lobo! ¡Hay un lobo que persigue a mis llamitas!

Los comunarios —solidarios como pocos—, armados de troncos y palos corrieron para ayudar al pastorcito y ahuyentar al lobo. Al llegar a la cima de la colina, donde estaba el núcleo del rebaño, no encontraron a ningún lobo. Todos los animales pastaban felizmente. El pastorcillo, al ver sus rostros asustados, se echó a reír porque habían caído en su engaño. Los aldeanos, gente sencilla y humilde, sonrieron por la broma y bajaron al pueblo sin decir nada.

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Algunos días después, el pastor volvió a pedir auxilio a gritos. Sus vecinos subieron a socorrerle, y al ver que se revolcaba de la risa —porque los había engañado nuevamente—, se fueron enojados colina abajo y le aconsejaron que no pida ayuda innecesaria. Estas mentiras se repitieron por mucho tiempo. Siempre había algún comedido que subía a la carrera con la predisposición de ayudar a ahuyentar al lobo.

Un buen día, en el que el pastorcillo se encontraba jugando con un mapache —nadie sabe cómo llegó este animalito predador al altiplano—, un verdadero lobo apareció cerca del rebaño. Esta vez, era cierto. Un enorme lobo, de feroces fauces, comenzó a perseguir a las ovejas, llamas y alpacas del pastor mentiroso. Aterrado —fuera de sí—, gritando histéricamente, el pastorcillo vociferaba a los cuatro vientos: ¡Lobo, lobo, me persigue un lobo! Esta vez, pensando que estaban siendo engañados nuevamente, ninguno de los comunarios acudió en su ayuda. El pastorcito lloró inconsolablemente, mientras veía al lobo devorar a todo su rebaño.

Al atardecer, cuando bajó al pueblo, les preguntó: ¿por qué no quisieron ayudarme? Sus vecinos le respondieron al unísono: “Te hubiéramos ayudado, así como lo hicimos en tantas ocasiones; pero, nadie cree en un mentiroso, incluso cuando dice la verdad”.

Esta cándida fábula —atribuida a Esopo y con algunas variaciones de mi parte—, acaba con una moraleja que, dados los últimos acontecimientos, y los casi veinte años de falsedades, invenciones, medias verdades, tergiversaciones, relatos antojadizos, farsas y posverdades, vale la pena repetir: “En boca del mentiroso, lo cierto se hace dudoso”.

Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.