Uniformidad y control en el siglo XXI

En un artículo publicado en la revista Ethic, el escritor y politólogo español Manuel Arias Maldonado nos advierte que en los últimos años hemos presenciado la emergencia de un nuevo puritanismo en las sociedades occidentales.

Fuente: https://ideastextuales.com



Afirma que este fenómeno, lejos de ser un vestigio de las viejas luchas morales, surge bajo una nueva bandera ideológica que combina fervor moralista con una sorprendente capacidad para dictar que ideas y comportamientos deben ser celebrados y cuáles rechazados. Como parte de un complejo juego de poder cultural, este movimiento se presenta como la «nueva decencia» de nuestros tiempos, dictando normas de pensamiento y expresión que se traducen en una uniformidad opresiva.

A pesar de sus intenciones declaradas de inclusión y justicia, este puritanismo contemporáneo guarda alarmantes similitudes con otros episodios históricos en los que el impulso por una “moral superior” terminó sofocando la libertad de pensamiento y expresión. La historia está plagada de ejemplos donde esta “verdad absoluta” llevó a la censura y a una asfixia cultural que condicionó la vida de las personas y eliminó el disenso. Hoy, esa misma censura regresa en una nueva forma, impulsada, en gran medida, por la lógica punitiva de la cultura de la cancelación y el control ejercido a través de redes sociales e instituciones académicas.

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El puritanismo en sus múltiples variantes siempre ha encontrado un terreno fértil en las crisis sociales. En el siglo XVII, la Reforma calvinista y su derivado puritano en Norteamérica establecieron comunidades en las que cada comportamiento era observado y controlado en nombre de una verdad moral incuestionable. Los ciudadanos se convertían en vigilantes y jueces de sus vecinos, en un juego de delaciones, censuras y controles sociales impuestos con el argumento de la rectitud moral. La vida pública y privada estaba sometida a una supervisión constante que buscaba purificar la conducta humana y mantener la armonía de un mundo construido en base a dogmas incuestionables.

Este nuevo puritanismo del siglo XXI no está dirigido por la religión, sino por ideales de justicia social y causas identitarias que, en sus inicios, buscaban la inclusión y el respeto por la diversidad. Sin embargo, a medida que estas ideas se institucionalizan, se convierten en una suerte de moral autoritaria que demanda la pureza ideológica, donde cualquier desviación es rápidamente castigada, ya sea mediante la humillación pública o la eliminación de espacios de participación social. Este control se materializa en una cultura de vigilancia y censura en la que artistas, escritores y académicos son evaluados, no por la calidad o la profundidad de su trabajo, sino por su adhesión a un conjunto de normas morales predefinidas.

En un contexto donde las redes sociales amplifican las reacciones y el poder del «juicio» colectivo, la cultura de la cancelación ha tomado un rol central. Artistas, figuras públicas y personas comunes pueden enfrentar un «tribunal» de millones de usuarios dispuestos a censurarlos por no alinearse con la moral oficial. Este tribunal virtual, a diferencia de las antiguas censuras eclesiásticas o gubernamentales, no busca reprimir en silencio, sino exponerse y extenderse, con la finalidad de imponer un único código de conducta en todos los aspectos de la vida. Se convierte, entonces, en una suerte de policía moral que sigue patrones puritanos en sus esfuerzos por limpiar la esfera pública de pensamientos «indeseables».

La cancelación, aunque distinta en su método, emula en sus objetivos el tipo de censura que se implementó en otras épocas históricas. En la Revolución Cultural de Mao en China, por ejemplo, el control de la expresión y de los comportamientos se convirtió en una herramienta para imponer la hegemonía ideológica del Partido Comunista. La creación de la Guardia Roja, formada por jóvenes que buscaban purgar la sociedad china de elementos “contrarrevolucionarios”, desató una persecución que eliminó la diversidad de pensamiento y reprimió la creatividad en nombre de un supuesto “progreso” social. Aunque la cultura de la cancelación en Occidente no involucra la violencia física de esos tiempos, el impacto emocional y psicológico sobre quienes se desvían de la norma impuesta puede ser igualmente destructivo.

La historia y la experiencia nos enseñan que aceptar una sola narrativa oficial genera profundos daños sociales. Cuando una cultura rechaza la posibilidad de un pensamiento crítico y plural, se pierde la riqueza que proviene del disenso, de la creatividad y de la innovación. De hecho, la idea de una tiranía de la mayoría se hace realidad en cada espacio donde la presión social y el miedo al rechazo conducen a una conformidad absoluta.

La pluralidad de opiniones es, en realidad, la base misma de una sociedad democrática y saludable. Aceptar una narrativa única y uniformadora, que impone códigos de conducta y pensamiento, desarma a las sociedades en su capacidad de crítica y reflexión. Bajo el nuevo puritanismo, la sociedad se divide en dos: aquellos que adhieren fielmente a la ideología oficial y aquellos que son marcados como “transgresores” y, por ende, excluidos. El miedo a disentir lleva a un empobrecimiento del espacio público, a una pérdida del intercambio constructivo y a una homogenización del pensamiento que no hace sino debilitar la capacidad de una sociedad para responder a sus desafíos.

Para quienes aspiran a una sociedad más justa, el verdadero reto radica en construir un espacio de pluralismo crítico que valore todas las voces y perspectivas. La pluralidad es el motor del desarrollo, y la uniformidad impuesta, incluso bajo la apariencia de buenas intenciones, no deja de ser una amenaza. La libertad no es solo la capacidad de pensar, sino también de disentir sin miedo a la represalia. Debemos asegurarnos de que el disenso no sea un privilegio, sino un derecho esencial de todo individuo.

Aceptar que existen múltiples caminos para alcanzar la justicia es quizás el primer paso para una sociedad verdaderamente libre. En lugar de ver al disidente como enemigo, hay que entenderlo como el ingrediente necesario para construir una comunidad diversa, capaz de asumir retos sin caer en el dogmatismo. Porque si algo nos ha enseñado la historia, es que la verdadera libertad de pensamiento es frágil, y cuando una sociedad la entrega en nombre de una “moral superior”, lo único que consigue es empobrecer su cultura y perder su espíritu crítico.

Por Mauricio Jaime Goio.

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