En una playa silenciosa de la Columbia Británica, una madre orca se niega a abandonar a su cría muerta. Durante diecisiete días, Tahlequah, que fue el nombre que le dieron los científicos, cargó el cuerpo de su hija entre los fríos oleajes del Pacífico. Con esfuerzo y delicadeza, lo sostiene en su nariz, como si tratara de convencer al mundo de que su pequeña sigue viva. Este acto de resistencia al olvido, un duelo que muchos llamarían profundamente humano, viene de un animal que hasta hace poco considerábamos una simple “criatura del océano”.
El caso de Tahlequah ha sido emblemático en la nueva disciplina de la tanatología comparada, la cual explora la relación de los animales con la muerte y cómo reaccionan a la pérdida de sus seres queridos. Susana Monsó, filósofa española y pionera en este campo, propone una visión radical. La muerte no es un concepto exclusivo de los humanos, y muchas especies poseen una versión mínima de lo que entendemos por “muerte”. No hace falta que una orca contemple la eternidad o que un chimpancé reflexione sobre el alma para sentir una pérdida. La muerte, como el amor o el miedo, es una experiencia que compartimos con más seres de los que estamos dispuestos a aceptar.
Para entender cómo llegamos hasta aquí, es necesario reconocer que hemos creado barreras artificiales entre nosotros y los animales. Durante siglos, los humanos nos hemos autoproclamado “el único animal racional”, el único ser capaz de crear herramientas, de reír, de soñar. Nos gusta pensar que sentimos y razonamos en un plano superior, con una moralidad y una capacidad de reflexión que nos eleva por encima del resto del reino animal. Sin embargo, cada día surgen más pruebas de que estas divisiones son, en el mejor de los casos, ilusorias.
Hace ya más de medio siglo, la primatóloga Jane Goodall observó a chimpancés usando herramientas, un descubrimiento que desmoronó la idea de que la tecnología era exclusiva de nuestra especie. Desde entonces, la lista de atributos que se pensaban exclusivamente humanos (uso de herramientas, comunicación compleja, incluso la capacidad de guardar luto) ha sido compartida con varias otras especies. Hoy, orcas, chimpancés, y hasta aves como los cuervos, nos muestran que la inteligencia, la empatía y el dolor son tan naturales para ellos como para nosotros.
El caso de Tahlequah y el de otros animales en duelo ha abierto un debate científico sobre hasta qué punto los animales experimentan emociones complejas. Monsó sugiere que necesitamos adoptar lo que ella llama un “concepto mínimo de muerte”. Este concepto implica reconocer que los animales pueden entender la muerte como un estado irreversible y que esto no depende de su capacidad para conceptualizar la eternidad o la ausencia en términos humanos. Tal vez, los animales sí experimenten un duelo que no necesita interpretaciones humanas para ser legítimo. La realidad es que nos encontramos en un punto de inflexión en el que debemos preguntarnos si nuestra empatía hacia ellos es una proyección antropomórfica o una comprensión sincera de que no estamos tan solos en el dolor.
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Los estudios de tanatología comparada desafían las nociones rígidas sobre lo que nos define. Las respuestas a la muerte de los animales nos muestran que el dolor y el duelo no son “cosas de humanos”, sino elementos de un continuo de experiencias compartidas entre especies. Este cambio de perspectiva, como Monsó sugiere, puede tener implicaciones profundas. Si entendemos que las emociones y la mortalidad no son patrimonio humano, podemos replantear nuestra relación con el resto del reino animal.
Un niño pequeño, antes de comprender plenamente lo que significa la muerte, sabe que un ser querido ya no está. Los animales, de manera similar, reconocen la pérdida sin requerir rituales complejos o grandes explicaciones. La orca, el chimpancé, y hasta el cuervo, reaccionan con una gravedad y una tristeza que se perciben en sus gestos, en sus miradas. Monsó apunta que pensar la muerte desde la mirada animal nos ayuda a aceptar nuestra propia vulnerabilidad: “Somos esos cuerpos que funcionan hasta cierto punto, pero que al final se rompen irremediablemente, igual que le ocurre a cualquier otro animal del mundo”.
La naturaleza ha sido descrita muchas veces como cruel e indiferente. Sin embargo, los animales que velan a sus crías muertas o que resguardan el cuerpo de un miembro de su grupo desafían esta percepción. La muerte, en ellos, no es solo una cesación de funciones, sino un evento que requiere un tiempo de ajuste. Tal vez esa sea una de las grandes lecciones que pueden enseñarnos. No solo que la muerte es universal, sino que la aceptación de la pérdida y el duelo pueden ser experiencias compartidas.
La reacción de animales como Tahlequah parece invitar a los humanos a reconectar con nuestra propia naturaleza, a recordar que en lo más profundo no estamos tan lejos de las especies con las que compartimos el planeta. En palabras de Monsó, “la muerte no es algo injusto que nos ocurre a nosotros”, sino un “acuerdo que cualquier animal que esté vivo debe asumir”. Este acuerdo, aunque doloroso, es lo que nos conecta de manera más íntima con los demás seres vivos. La ciencia, que durante tanto tiempo se dedicó a marcar las diferencias entre nosotros y los demás seres vivos, hoy nos devuelve a un lugar de humildad, donde las emociones y el ciclo de vida y muerte son realidades que compartimos.
Quizás es tiempo de asumir nuestra humanidad no como una barrera, sino como un punto en el vasto continuo de la vida. Al final, entendemos la muerte porque somos parte de la vida, al igual que la orca, el elefante y el cuervo. Y en el momento en que aceptamos esto, tal vez empezamos a comprender que nuestras conexiones con ellos son mucho más profundas y que, incluso en el dolor, no estamos solos.
Por Mauricio Jaime Goio.