El espíritu renacentista se caracterizó por una inusitada apertura hacia múltiples campos del saber, un deseo ferviente de exploración y una búsqueda de conocimientos variados.
Fuente: https://ideastextuales.com
Este periodo, que surgió en Europa entre los siglos XIV y XVII, promovió un ideal de hombre versátil y culto, conocido como el «hombre universal» o «polímata», que se esforzaba por sobresalir en distintas disciplinas.
Leonardo da Vinci, quizás el renacentista más icónico, no solo fue un pintor excepcional sino también un ingeniero, anatomista, matemático e inventor que diseñó desde máquinas voladoras hasta complejos sistemas hidráulicos. Miguel Ángel, igualmente destacado en el arte, abarcó la escultura, la arquitectura y la poesía, siendo sus obras en la Capilla Sixtina y el David de Florencia solo una muestra de su vasto talento.
En nuestra época, la creciente complejidad de los saberes y la velocidad de los avances tecnológicos trajo como resultado que la formación profesional se orientara de forma exclusiva a nichos estrechos, a menudo en detrimento de una comprensión más amplia y universal de la cultura y el conocimiento. La idea de la especialización se instauró en todas las áreas. Médicos, economistas, ingenieros y hasta los políticos más ineptos son expertos en algo. Se nos dice que la clave del éxito radica en saber mucho de muy poco. Pero ¿qué pasa cuando el mundo requiere respuestas amplias, integradoras, de esas que hacen que la vida tenga sentido? Tomar distancia para ver los problemas desde una perspectiva del saber diferente. Poner algo del espíritu polímata renacentista. Hemos olvidado mirar desde las alturas para ver el cuadro completo. Quedamos atrapados en la jaula del saber hiper fragmentado.
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Ortega y Gasset, en su ensayo La rebelión de las Masas, acuñó un término que se ha vuelto profético en nuestros días: “la barbarie del especialista.” Decía que el especialista sabe mucho de una cosa y nada del resto, un sabio de rincón. Encerrados en sus parcelas de conocimiento como en un panal de abejas, sin entender que el mundo es mucho más que lo que se ve en el microscopio o en el escritorio de la oficina.
No es que la especialización no sirva. Claro que tiene valor. Sin ella, seguramente seguiríamos desconociendo cosas que hoy asumimos como verdades. Pero ¿qué sucede cuando el experto, en lugar de iluminar el conocimiento humano, lo reduce a un menú estrecho de técnicas y cifras? El verdadero conocimiento necesita una comprensión integral, una interpretación del universo que el especialista moderno no parece capaz de alcanzar. Esa falta de visión es algo que sentimos hoy en la vida cotidiana. Parece que sabemos más de cada tema, pero al mismo tiempo entendemos menos del mundo.
Iván Illich, filósofo y educador austriaco, sostenía por los sesenta del siglo XX que la educación tradicional, con sus rigideces y esquemas, mata la curiosidad natural y convierte a las personas en obedientes usuarios de conocimientos pre empaquetados. Lo que Illich proponía era una educación autodirigida y polifacética. Una que impulsara al ser humano a explorar intereses diversos, a conectar saberes, a pensar fuera de la caja antes de que la caja se lo coma vivo. Lo que vino a confirmar más recientemente el canadiense Philip Tetlock , al afirmar que los especialistas a menudo predicen peor que los generalistas. Tetlock y su equipo, tras décadas de investigación, concluyeron que las personas con una visión más amplia, los “zorros” en su analogía, se desempeñaban mucho mejor en escenarios de incertidumbre que los “erizos” expertos, limitados en sus pronósticos por su propia ceguera de túnel.
Nos enfrentamos a un mundo lleno de problemas interconectados. La crisis climática, las pandemias, la desigualdad social. Cada uno implica una complejidad que no se puede desentrañar solo desde la biología, la economía o la política. Requieren de una inteligencia colectiva, de una educación que forme seres humanos completos, capaces de comprender la totalidad del cuadro antes de pintar una sola pincelada.
El sociólogo Richard Sennett observa que el nuevo capitalismo ha cambiado nuestra relación con el trabajo, llevándonos a una inestabilidad continua, y exige de los trabajadores ser cada vez más polivalentes. Pero el problema es que, como sociedad, seguimos formando especialistas, como si el mundo no hubiera cambiado en el último medio siglo. Y así estamos, preparando a las nuevas generaciones para problemas que ya no existen, dejándolos desarmados para enfrentar el caos de un futuro que pide flexibilidad, creatividad y, sobre todo, una visión de conjunto.
Quizás es hora de cambiar la forma en que educamos a nuestros hijos. Que el especialista deje de ser el héroe de esta historia y permita que el espíritu renacentista (aquel que impele a las personas a navegar por disciplinas e intereses variados) vuelva a ocupar un lugar relevante en la educación y en la vida. Al final, el valor de saber de todo un poco no es solo un capricho de tiempos antiguos. Es una necesidad urgente si queremos evitar que la miopía del especialista arrastre a nuestra civilización al despeñadero.
Por Mauricio Jaime Goio.