En los barrios más golpeados por la desigualdad en América Latina, la violencia no es solo un fenómeno.
Fuente: https://ideastextuales.com
Es un idioma, una rutina y, para algunos, la única herramienta para resolver conflictos. Sin embargo, en medio del caos, un modelo que trata a la violencia como una enfermedad contagiosa está demostrando que es posible interrumpir su ciclo. ¿Qué ocurre cuando dejamos de verla como un acto criminal y la enfrentamos como un problema de salud pública?
Gary Slutkin, un epidemólogo que pasó años combatiendo el cólera y el SIDA en África, decidió aplicar su experiencia a otro tipo de epidemia: la violencia urbana. En el año 2000, lanzó el programa Cure Violence en Chicago, basado en la idea de que la violencia es transmisible y, como tal, puede ser prevenida. El modelo se centra en tres estrategias clave: interrumpir conflictos, tratar a las personas en riesgo y cambiar las normas sociales que perpetúan la violencia.
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Entender la violencia como una enfermedad ofrece una nueva narrativa que reemplaza la óptica punitiva tradicional con un enfoque curativo y transformador. En América Latina, donde la violencia está profundamente entrelazada con factores culturales y estructurales, este enfoque tiene un potencial único para generar un cambio sostenible. La clave está en empoderar a las comunidades, redefinir normas sociales y construir alternativas viables para quienes hoy solo encuentran en la violencia un camino. En este esfuerzo, la violencia, como cualquier epidemia, puede ser prevenida y, finalmente, curada.
En Montevideo, el programa piloto Barrios Sin Violencia busca replicar este modelo. Fernanda Pérez, una de las «interruptoras» del proyecto, lo explica de forma sencilla: “La violencia no se puede cortar con más violencia”. Desde junio de 2024, ha mediado en decenas de conflictos, ganando tiempo y ofreciendo alternativas a jóvenes que podrían haber tomado caminos letales.
En nuestro continente la violencia tiene raíces profundas en la desigualdad social, la exclusión y una cultura del arma que condiciona las relaciones cotidianas. Como explica Pérez, muchos de los jóvenes que encuentran refugio en las pandillas comparten historias de hogares rotos, abandono escolar y consumo de drogas. Estas condiciones no solo alimentan la violencia, la normalizan.
Maximiliano Pereira, otro interruptor, describe su trabajo como el de un bombero: “Hacemos cortafuegos para que los incendios no se sigan extendiendo”. La clave está en intervenir rápidamente, ganándose la confianza de los implicados, muchos de los cuales ven en ellos a figuras de autoridad con quien pueden hablar en su propio lenguaje.
Los resultados iniciales del modelo Cure Violence son prometedores. En Cerro Norte, Uruguay, la tasa de homicidios ha comenzado a disminuir. Los interruptores, quienes viven en las mismas comunidades que buscan proteger, utilizan su credibilidad y conocimiento local para identificar conflictos antes de que escalen. Además, ofrecen seguimiento, conectando a las personas con programas de rehabilitación o capacitación laboral.
La transformación, sin embargo, no es inmediata. Cambiar normas sociales profundamente arraigadas requiere tiempo y persistencia. Pero el modelo demuestra que es posible. En los barrios donde se ha implementado los incidentes violentos caen drásticamente y se construye una nueva narrativa, donde la resolución de conflictos no está dictada por el miedo o el poder del arma.
El enfoque de la violencia como un problema de salud pública redefine las posibilidades de acción. América Latina tiene en su tejido comunitario una fortaleza que puede ser catalizadora de cambios profundos. Los modelos como Cure Violence no solo reducen homicidios. También reconstruyen la confianza y el sentido de pertenencia, ingredientes esenciales para una paz sostenible.
La pregunta que queda en el aire es cómo garantizar la continuidad de estos programas en una región donde los cambios políticos suelen desviar los recursos y las prioridades. Sin embargo, una cosa es clara: la violencia, tratada como una enfermedad, tiene cura. Y en las calles de Montevideo, Cali y otras ciudades, ya hay quienes trabajan día y noche para demostrarlo.
Por Mauricio Jaime Goio.