Resulta difícil concebir un mundo sin la inestimable ayuda de la tecnología digital. Ha permitido reducir las barreras de un mundo que se hace cada vez más pequeño y fácil de recorrer. Mas, a pesar de los beneficios, no todo es miel sobre hojuelas. A poco andar en esta nueva ruta, hemos descubierto un gran inconveniente que nos acecha a la vera de este camino. Parte del karma que enfrenta esta nueva civilización de siglo XXI, que tan a menudo suele morderse la cola: esta tecnología ha ido a engrosar la larga lista de adicciones que ponen en peligro la salud física y mental de la humanidad.
Según la psiquiatra Nora Volkow, las redes sociales operan como las drogas, secuestrando el sistema de recompensa del cerebro mediante la dopamina, un neurotransmisor clave para la supervivencia y la sensación de placer. Sin embargo, en el entorno digital, esta molécula no solo refuerza comportamientos deseables, sino que promueve patrones compulsivos que afectan la salud mental y las relaciones sociales
El diseño de las plataformas digitales no es accidental. Los algoritmos están concebidos para maximizar el tiempo de interacción del usuario, creando sistemas de recompensa inmediatos. El botón de «me gusta», por ejemplo, actúa como un disparador de dopamina que genera placer momentáneo y fomenta el regreso constante a la aplicación. Esta dinámica, según Justin Rosenstein, programador de software, cofundador de Asana y creador del «like», ha derivado en un uso adictivo que contraviene su propósito inicial de promover empatía y positividad.
En este contexto, Daniel Z. Lieberman, psiquiatra y profesor de la Universidad George Washington, resalta que la dopamina no es solo la molécula del placer, sino del deseo. Promete satisfacción en el futuro, pero una vez alcanzada, esta se desvanece. Este circuito perpetúa la insatisfacción, fomentando un ciclo de consumo que las grandes tecnológicas explotan sistemáticamente.
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Los efectos de esta adicción van más allá del individuo. Como señala la psicóloga chilena Neva Milicic, los niños y adolescentes, en etapas cruciales de desarrollo cerebral, están siendo profundamente afectados. El tiempo dedicado a la tecnología reemplaza interacciones humanas esenciales, lo que disminuye la empatía y deteriora las habilidades sociales. Esto no solo aumenta la violencia entre los jóvenes, sino que también reduce su capacidad de interpretar emociones y construir relaciones significativas.
La falta de regulación efectiva permite a las empresas tecnológicas operar sin restricciones éticas. Facebook, por ejemplo, ha sido acusada de priorizar beneficios económicos sobre la salud mental de sus usuarios. Las plataformas diseñan intencionalmente experiencias adictivas y, en algunos casos, exacerban problemas sociales como la polarización y el acoso. Esta negligencia subraya la necesidad de imponer límites claros.
Nora Volkow sugiere que una regulación efectiva debe comenzar protegiendo a los sectores más vulnerables, como los niños y adolescentes, cuyas conexiones neuronales aún están en formación. Además, es imperativo establecer directrices éticas para los algoritmos y fomentar la educación digital, no solo para entender los riesgos, sino para reducir la dependencia tecnológica.
La tecnología digital, al igual que las sustancias adictivas, puede tener efectos devastadores si no se gestiona adecuadamente. Para mitigar esta crisis, es necesario un esfuerzo conjunto entre gobiernos, empresas y ciudadanos. Esto implica crear regulaciones más estrictas, promover prácticas empresariales éticas y fomentar un uso consciente de las plataformas digitales.
Como sociedad, debemos replantear nuestra relación con la tecnología. Reconocer sus beneficios no debe impedirnos afrontar sus riesgos. Solo mediante un enfoque equilibrado podremos garantizar que las herramientas digitales sean verdaderamente una fuerza para el progreso y no una fuente de alienación y adicción.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas textuales