Las guerras de Trump


Donald Trump nunca ha ocultado su desprecio por las normas del sistema internacional.

Fuente: https://ideastextuales.com



Su política exterior ha sido una mezcla de improvisación y oportunismo, siempre enmarcada en el lenguaje del “América Primero”, una frase hueca que encubre una agenda de dominación económica disfrazada de patriotismo populista. Pero si algo distingue su estrategia es la idea de que las guerras pueden librarse no sólo con armas, sino también con dinero y tarifas. En este sentido, su guerra comercial contra China, México y Canadá no es más que otra forma de agresión imperial. Una que, paradójicamente, ha causado más daño a los propios ciudadanos estadounidenses que a los supuestos enemigos.

La guerra comercial de Trump no es un fenómeno aislado. Forma parte de una tendencia histórica en la política exterior de Estados Unidos: la búsqueda de control sobre el sistema económico global mediante el uso de sanciones, restricciones comerciales y presión financiera. Lo que antes se lograba con intervenciones militares en América Latina, Medio Oriente o el sudeste asiático, hoy se persigue con aranceles y bloqueos económicos que reconfiguran la geopolítica del siglo XXI. Pero el problema con esta estrategia es que, en un mundo interconectado, las consecuencias de tales medidas rara vez son previsibles.

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El nacionalismo económico de Trump es una forma de mercantilismo primitivo que se basa en la noción errónea de que las relaciones comerciales son un juego de suma cero: lo que Estados Unidos pierde, China lo gana; lo que Estados Unidos gana, México lo pierde. Esta lógica simplista ignora décadas de evidencia que demuestran que el comercio es mutuamente beneficioso y que la competencia global incentiva la innovación y el crecimiento. Sin embargo, para Trump y sus aliados, la economía no es una red de interdependencias, sino un campo de batalla donde se impone el más fuerte.

Al imponer aranceles del 25% sobre importaciones de México, Canadá y China, la administración Trump vendió la ilusión de que estaba protegiendo los empleos estadounidenses y castigando a las corporaciones extranjeras que, según su retórica, se aprovechan del mercado norteamericano. Pero la realidad fue otra: los costos de estos aranceles fueron absorbidos por las propias empresas e inevitablemente trasladados a los consumidores. Las familias trabajadoras de Estados Unidos vieron cómo los precios de productos básicos aumentaban sin que ello se tradujera en una mejora del empleo o los salarios. En otras palabras, Trump libra una guerra económica contra el extranjero que termina golpeando principalmente a los suyos.

Al mismo tiempo, el proteccionismo de Trump alimenta un fenómeno que sus asesores no previeron: la consolidación de alianzas comerciales que excluyen a Estados Unidos. Mientras la Casa Blanca imponía sanciones, China expandía su influencia en América Latina, Europa y Asia mediante inversiones estratégicas. La Unión Europea, por su parte, firmó acuerdos con Sudamérica y reforzó su cooperación con naciones que buscan alternativas a la inestabilidad estadounidense. En este contexto, Estados Unidos pasó de ser el arquitecto del comercio global a un actor cada vez más irrelevante, desplazado por su propio aislacionismo.

Uno de los pilares de la retórica trumpista es la idea de que el poder económico estadounidense puede doblegar a cualquier nación. Bajo esta lógica, si Washington impone sanciones suficientes, los gobiernos extranjeros se verán obligados a ceder. Pero la historia reciente ha demostrado lo contrario. La agresión económica no ha logrado subyugar ni a China ni a México. En el caso de Pekín, la respuesta fue clara: fortalecimiento del mercado interno, diversificación de sus exportaciones y expansión de su influencia en el mundo en desarrollo. China no sólo resistió la guerra comercial, sino que salió más fortalecida de ella.

México, por su parte, enfrentó la amenaza arancelaria de Trump con una mezcla de pragmatismo y diplomacia estratégica. La administración de Claudia Sheinbaum evitó una confrontación directa, pero dejó claro que los aranceles afectarían tanto a Estados Unidos como a México. Al final, Washington tuvo que moderar sus posturas, reconociendo que castigar a su mayor socio comercial era un error estratégico.

Lo que estos casos demuestran es que la coerción económica tiene un límite. La globalización ha tejido una red de relaciones comerciales tan profunda que ninguna nación, ni siquiera la mayor economía del mundo, puede deshacerla sin dañarse a sí misma. La guerra comercial de Trump no hizo a Estados Unidos más fuerte. Al contrario, debilitó su posición en el mundo y aceleró la transición hacia un orden multipolar donde su influencia ya no es absoluta.

Pero más allá de los cálculos geopolíticos y económicos, hay un aspecto que rara vez se discute: el impacto humano de estas políticas. Las guerras comerciales, como cualquier otra guerra, tienen víctimas. Cuando una fábrica cierra en Michigan porque sus costos de producción aumentaron con los aranceles, no es China la que sufre, sino los trabajadores estadounidenses que pierden su empleo. Cuando los precios de los bienes básicos aumentan, no es el gobierno chino el que paga el precio, sino las familias de clase media que ven su poder adquisitivo erosionado.

En el sur global, las guerras comerciales de Trump han tenido efectos aún más devastadores. En América Latina, las sanciones económicas han exacerbado crisis humanitarias en países como Venezuela y Nicaragua, mientras que las restricciones comerciales han afectado las economías de exportación de naciones que dependen del acceso al mercado estadounidense. Lejos de fortalecer a Estados Unidos, estas políticas han sembrado inestabilidad y han generado resentimiento hacia un país que alguna vez se presentaba como el campeón del libre comercio.

Las guerras de Trump —ya sean comerciales, diplomáticas o culturales— no son anomalías dentro de la política exterior estadounidense, sino una continuación de una tradición de dominación a través de medios no convencionales. Pero lo que distingue a su administración es la falta de una estrategia coherente. Mientras que gobiernos anteriores utilizaban la economía como un arma en el marco de una visión a largo plazo, Trump la usa como un garrote, golpeando indiscriminadamente a aliados y rivales por igual.

El resultado es el predecible caos: mercados inestables, alianzas estratégicas rotas y una pérdida de influencia global. Pero quizá el mayor daño ha sido interno. Al alimentar el nacionalismo económico y la falsa idea de que Estados Unidos puede ganar imponiendo barreras, Trump preparó el terreno para un país más aislado, más polarizado y menos preparado para enfrentar los desafíos del futuro.

Las guerras económicas de Trump no son un gran error de cálculo. Son el reflejo de una visión del mundo obsoleta. Una donde el poder se mide en términos de dominación y no de cooperación. En el siglo XXI, los países que prosperarán no serán los que levanten muros, sino los que construyan puentes. Y si Estados Unidos no aprende esta lección, corre el riesgo de quedarse atrás en el mundo que ayudó a construir.

Por Mauricio Jaime Goio.


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