¿Es Bolivia un país racista? Sí, pero esa certeza es tan obvia como afirmar que la tierra es redonda. Vayamos un poquito más allá: las pandillas exigen que decapites a algún desprevenido como requisito para ser aceptado. Nuestro pandillaje de izquierda, asentado por casi dos décadas en el gobierno, también exige una decapitación particular. ¿Cuál es esta? Exige que te acoples a lo establecido en los términos de referencia: “si quieres el cargo debes hablar bien de la Pachamama, debes hablar bien de los hermanos de izquierda como Fidel, Hugo Chávez, Putin, debes odiar a los Estados Unidos, debes hablar de que ya es el “tiempo de los indígenas” y debes argumentar en contra de la discriminación o la pobreza”. ¡Ese es el combo ideológico! Si cumples, eres de izquierda y te damos el puesto que pides.
Sujetos que tienen una empleada por un salario de 500 bolivianos, comen en restaurantes caros, tienen a sus hijos en colegios privados, van a clínicas del extranjero, destruyen las áreas protegidas de nuestras selvas y/o permiten la extinción de una veintena de pueblos indígenas, son y pueden seguir siendo de izquierda. ¿Cómo? Si cumplen los requisitos de los términos de referencia antes descritos. Ejemplo: eres hacendado y no te gusta almorzar con la empleada en la misma mesa, pero sí, de todas formas, muestras una vocación antirracista, “qué racistas esos cambas”, clasificas. No importa que no lo sientas, ni siquiera importa que no le hayas dado su aguinaldo a esa “doñita” que trabaja contigo.
Basta que lo vociferes enfrente del clan, ese clan “hermano”, que ha sabido adaptarse astutamente a esas exigencias laborales. Acá reside el discurso de legitimación del MAS. ¿Alguien le cree a Hugo Moldiz hablando en contra de “los racistas”? ¿Alguien le cree a Quintana hablar de los “hermanos quechuas y aymaras que tanto han dado por Bolivia”? Seguro. Seguro que les creen y por eso estos políticos repiten el discurso aceitándolo con demostraciones de convencimiento. En ello reside su legitimidad: en decir lo que deben decir, no (necesariamente) en creerlo.
El racismo, desde esta perspectiva, se ha convertido en un negocio del libre mercado: hablas mal de los q’aras y te contratan. Ese es el eje de este asunto: la mercantilización de la denuncia. No se le conoce talento alguno a un Moldiz que no sea la repetición permanente en contra del racismo. No se le conoce un ápice de novedad argumentativa a una Gabriela Montaño que no sea su “defensa por los hermanos indígenas”. Son mercaderes del racismo.
=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas
Una genial explicación de este tema puede verse en el libro “Sellados desde el principio. La historia definitiva sobre las ideas racistas en los Estados Unidos” de Ibram Kendi. Pone sobre el tapete una idea básica: el racismo no es un problema de discriminación (o no sólo), ¡es un problema ideológico! ¿Qué significa eso? El racismo no existe en el aíre, precediendo al gobierno de turno. O sea, hay racismo y luego gobierno. No, en verdad la cosa es, más o menos, al revés: tienes un gobierno y para que este dure más, usas el racismo como bandera de legitimación. Un portador del racismo puede ser un corrupto descarado, pero de eso no habla nadie. Mejor hablar de su “enorme compromiso con los pueblos indígenas”. ¿Qué es eso? Ideología.
Una explicación básica adicional. ¿Te imaginas que tengamos 100 pesos sobre la mesa y debamos repartirlos entre 5 sujetos? Dos son blancos, uno es aimara, uno es quechua y el último es mojeño. El mojeño no “debe” recibir, pues, es inferior. El quechua es honrado y además trabaja calladito. ¡Le damos 10! El aimara grita, insulta y no trabaja. ¡Mejor le damos 15 para contentarlo!, y los 75 restantes se los damos a los blancos que “hacen las cosas bien”. ¿Qué significa esto? El racismo genera réditos. No es un asunto de discriminación, es un hecho económico y político. Es un hecho de poder.
Pero, ¿qué pasa si, de pronto, ese quechua y aimara se juntan y te encaran? La reacción parece obvia: los insultas de “indios vagos, borrachos, delincuentes”. Es una reacción propia de un mercado en competencia: antes repartías la chicha de la tutuma entre dos sujetos, ahora son cuatro. ¿A quién das más? Mejor los acuso de t’aras ignorante y seguimos chupando solos. Y, del otro lado, mejor los acuso de q´aras racistas, les quito la tutuma y chupo solito. He ahí el azuzamiento del racismo que vivimos hoy. Los de antes quieren seguir lucrando solitos, los de ahora quieren aprovecharse solitos. Es un problema de poder.
Concluyo: el argumento del MAS es demoledoramente simple: si el racismo les daba lucro a ustedes, nosotros agarramos la bandera opuesta y lucramos con el antirracismo. Los principales portavoces del MAS usan ese discurso. ¡Es su ideología y su modus vivendi mercantil! Y, a la postre, y esto es lo dramáticamente gracioso, los racistas y los antirracistas terminan siendo, más o menos, igual de privilegiados.
El poder se ha distribuido.
Diego Ayo es PhD en ciencias políticas.