El presidente en su laberinto


Por más que intente proyectar serenidad y confianza, el presidente Luis Arce se encuentra en un callejón sin salida. Lo saben sus ministros, lo saben sus aliados, lo sabe incluso el portero de Palacio Quemado, que lo saluda con más condescendencia que educación. Quizás por eso, en un acto de desesperación disfrazado de estrategia política, ha decidido lanzarse a la reelección. No porque tenga una posibilidad real de ganar, sino porque es la única forma de sostener una autoridad que se desploma a diario, y que es la última jugada de quien siente que se convierte en un fantasma político antes de tiempo.

Las encuestas han sido despiadadas, lo han desahuciado sin contemplación. Su imagen, erosionada por la ineficiencia de su gestión, no encuentra respiro en ninguna latitud del electorado. Ni la izquierda fragmentada ni el pragmatismo de quienes lo propusieron el 2020, parecen dispuestos a sostener una ilusión que ya no convence a nadie. Su única apuesta es la reunificación de un progresismo que está en pleno naufragio, una misión casi quijotesca en un Movimiento al Socialismo devorado por su propio fratricidio. Y es que, por más que Evo Morales esté desgastado, su sombra sigue pesando más que la figura gris y burocrática de Arce.



Para colmo, el cauteloso Andrónico Rodríguez se ha negado a ser el salvavidas de un barco que hace aguas por todos lados. Los ofrecimientos por parte de voceros “arcistas” para ser acompañante como vicepresidente, han sido recibidos con el desinterés de quien sabe que el destino de Arce es irremediable. Ya nadie quiere subir a ese tren descarrilado. En la política, como en la selva, la supervivencia depende del olfato, y Andrónico parece haber entendido que el presidente y su círculo han cruzado el umbral de la irrelevancia.

Pero Arce no se juega solo el poder; se juega su futuro personal. La historia reciente ha demostrado que en Bolivia la revancha política es casi una ley natural, y él lo sabe mejor que nadie. Por eso, más que gobernar, se ha dedicado a blindarse, a ganar tiempo, a evitar un desenlace que se vislumbra poco alentador. No es necesario ser adivino para anticiparlo, ya que, sin el paraguas del poder quedará expuesto a la sañuda justicia culipandera – que hoy maneja -, y a merced de quienes ya lo ven como el peor presidente que ha tenido Bolivia.

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Su gestión será recordada, en el mejor de los casos, como un cúmulo de errores e improvisaciones – en manejo político, económico, seguridad del Estado, gestión de hidrocarburos -. Si bien pudieron ser cálculos políticos, en los hechos, no fue capaz de realizar el censo en su debido tiempo, ni de organizar las elecciones judiciales y, para chiste o anécdota, queda en la retina el difícilmente creíble “golpe de Estado” fallido. Su incapacidad política de generar consensos quedó desnuda en su insistente lloriqueo por la falta de aprobación de créditos, como si la única forma de gobernar fuera hipotecando el futuro del país. Sin olvidar que, su intento de industrialización estatal es un delirio anacrónico, un eco tardío del comunismo setentero que el mundo entero ya ha desechado.

Y así, a lo “García Márquez”, atrapado en su propio laberinto, Arce se enfrenta a la pregunta que, en su momento, también atormentó a un Bolívar moribundo y solitario – “Carajos, ¿cómo voy a salir de este laberinto?”-, pero a diferencia del Libertador, no tiene gloria, ni siquiera el consuelo de haber dejado una huella de nobleza en la historia. Lo suyo es más sencillo y más triste, la angustia de quien sabe que el final ha llegado, pero aún no se atreve a admitirlo.

Marcelo Ugalde

Político y empresario


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