Sí se puede. Quizás por un momento o tiempo breve –o prolongado, dependiendo de cuán firme es el nudo que atenaza el cuello de alguien– se puede. La asfixia mecánica y controlada permite a un ser humano –la víctima– extenderle su agonía más allá de lo sufrible. De lo vivible. De lo aceptable.
Ya en el siglo XVIII, el filósofo Voltaire decía que “en donde falta la caridad, la ley es siempre cruel”. La frase era válida, pero para ese contexto de la Edad Media donde existía una enorme desproporción entre la gravedad del crimen y la dureza del castigo. Y, el ahorcamiento, precisamente, durante la inquisición, para los eclesiásticos era uno de los castigos favoritos a tiempo de torturar a las personas.
Más allá del sadismo, el principio que regía en esa época era más publicitaria que correctiva. Los castigos debían servir como escarmiento para el delincuente y también como advertencia a la población, y por eso se ejecutaban en público, en presencia de casi toda la comunidad, para demostrar, visualmente, las consecuencias de alterar el orden establecido o de osar enfrentarse a las autoridades de turno.
Y en esa línea psicopática, no faltaban aquellos que disfrutaban del dolor ajeno y festejaban cuando un “enemigo” o contrario sufría de degollamientos, azotes, mutilaciones o toda clase de vejámenes públicos. Pero la fiesta era completa cuando había un ahorcamiento.
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Había arbitrariedad. Había odio. Había rencor. Había maldad pura.
Entonces, la respuesta a la pregunta es compleja. ¿Se puede vivir por un periodo determinado si el nudo de la soga ahoga, pero no rompe el cuello durante un ahorcamiento? Sí, por supuesto. Se puede vivir ahorcado, pero no por mucho tiempo, claro.
La asfixia es lenta. Dolorosa. Los pulmones dejan de inflarse en su totalidad, la vista empieza a oscurecerse, el cerebro de a poco deja de funcionar y la garganta sufre por la imposibilidad de gritar y pedir auxilio o por lo menos clemencia. Es una muerte pausada, indolente, pasmosa y silenciosa. Profundamente silenciosa. Las piernas buscan apoyo y no encuentran ningún asidero. Bailotean en el aire. No tienen ritmo. Están descompasadas. Son torpes, inservibles. ¿Patean la nada…acaso el aire? No encuentran un pequeñísimo, diminuto, pretil sobre el cual apoyar un dedo, aunque sea uno, que nos de respiro. No. No hay nada.
A veces, solo a veces, un gesto de indulgencia in extremis permitía sustituir el ahorcamiento por la mutilación. Oreja, nariz, mano o pierna. En esos momentos de extremo dolor, de búsqueda desesperada por un hálito de aire, quedarse sin una parte del cuerpo se convierte en un bálsamo. En un agradecimiento profundo con el asesino. Con el fustigador. Con el verdugo.
Mejor perder una parte del cuerpo humano, que la vida misma.
La horca era el método más habitual de ejecución para los reos procedentes del pueblo llano y culpables de delitos más o menos corrientes. Las horcas se colocaban en lugares elevados, y los cadáveres permanecían colgados durante largo tiempo, a la vista de toda la población.
Sin embargo, fisiológica y anatómicamente, sin duda que no es posible. La ausencia de oxígeno en los pulmones, la sangre y la imposibilidad de ventilar el cerebro, hacen que nuestro cuerpo deje de funcionar. No es posible vivir colgado de un mástil. Ojo. No ahorcado, sino colgado. Los colgamientos, son más efectivos. Y lo son porque su efecto es inmediato cuando la persona es lanzada al vacío, asido de una cuerda apretada alrededor del cuello, para que el propio peso rompa la vertebra y la muerte se produzca casi de manera instantánea. La persona muere por impacto y no por asfixia. Entonces, no es lo mismo morir ahorcado que colgado.
Edgar Allan Poe, el maestro del terror, describe perfectamente en ‘El pozo y el péndulo’ la brutal sensación de desesperación de un reo que sabe que será ejecutado. Que aguarda en el fondo del agujero, cual infierno de Dante, que un péndulo con borde de acero afilado descienda lentamente para acabar con su vida. Es ese mismo hoyo oscuro el que le espera al ahorcado.
Pero, además, no olvidemos que la muerte lenta y pasmosa por ahorcamiento siempre tuvo un carácter deshonroso. Ser humillado en una plaza pública, danzando en el aire, botando espuma, orinándose y defecándose encima. No hay muerte más miserable e ignominiosa que el ahorcamiento.
En la Biblia Judas Iscariote murió ahorcado. Ahogado en su sangre y en su miseria bíblica. De ahí una de las razones de ver la horca como algo deshonroso para alguien que es cristiano. No un balazo. No una guillotinada. No un paredón. La horca era, es y siempre será el peor castigo. Por su saña y por su degradación humana.
Sí, se puede vivir ahorcado. Pero no se debería aceptar que eso suceda. Que esa humillación acaezca. Que esa maldad pura suceda. Sí, se puede estar ahorcado y pender de un hilo de vida. En una lenta y miserable agonía. Pero no se la debería consentir. O, peor aún, azuzarla y defenderla.