Rusia nunca ha sido solo un país, es un concepto, un puente entre Europa y Asia. Un gigante que ha pasado siglos defendiéndose de invasores, protegiendo su identidad eslava, su fe ortodoxa y su destino imperial. Y si algo ha marcado su historia, es su desconfianza hacia Occidente.

Desde la Rus de Kiev hasta Vladímir Putin, Rusia ha sido una civilización a la defensiva. En el siglo XIII, la Orden Teutónica intentó someter a los eslavos bajo la cruz católica, y Alexander Nevski, héroe nacional, los derrotó sobre el hielo. Luego llegaron los polacos en el siglo XVII, Napoleón en el XIX y Hitler en el XX. Cada una de estas invasiones alimentó la idea de que Rusia no puede confiar en Europa, que debe mirar siempre con recelo al otro lado de la frontera.

El choque con Occidente no ha sido solo militar, sino cultural y religioso. Cuando la cristiandad se fracturó en el Cisma de 1054, Moscú optó por Bizancio, alejándose de Roma y adoptando la ortodoxia como piedra angular de su identidad. Mientras Europa avanzaba hacia el Renacimiento y la Ilustración, Rusia se aferraba a la tradición, a la autocracia y a una visión sagrada del poder. El zar no era un simple monarca, era el representante de Dios en la Tierra.



Esta distancia con Occidente se transformó en rivalidad abierta con la llegada de la modernidad. Cuando Pedro el Grande intentó europeizar Rusia, chocó con la resistencia de una sociedad que desconfiaba del modelo occidental. La modernización rusa siempre fue una lucha entre la apertura y el repliegue, entre la imitación de Europa y la reafirmación de su propia identidad. Por eso, mientras en San Petersburgo se levantaban palacios inspirados en Francia, en el resto del país persistía la servidumbre y el autoritarismo.

El siglo XIX y principios del XX estuvieron marcados por una relación ambigua con Occidente. Mientras la aristocracia rusa hablaba francés y leía a Voltaire, la mayoría de la población veía con sospecha cualquier influencia extranjera. La Revolución Bolchevique de 1917 consolidó la brecha, presentando al capitalismo occidental como el enemigo histórico. Durante la Guerra Fría, la rivalidad con Estados Unidos y Europa se convirtió en una confrontación global, y la Unión Soviética alimentó el discurso de que Occidente siempre había querido destruir a Rusia.

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Hoy, la desconfianza sigue vigente. La expansión de la OTAN hacia el este, la influencia de Occidente en Ucrania y las sanciones económicas han reforzado la sensación de cerco en el Kremlin. Para Putin, la guerra en Ucrania no es solo una disputa territorial, sino una confrontación histórica en la que Rusia defiende su lugar en el mundo contra un Occidente que, en su visión, busca debilitarla y someterla.

El gobierno de Putin ha sabido utilizar esta memoria histórica para consolidar su poder. La narrativa de un país asediado, de una Rusia rodeada por enemigos, ha permitido justificar políticas autoritarias y una política exterior agresiva. La exaltación de la Segunda Guerra Mundial, la reivindicación de la era soviética y la represión de cualquier discurso que cuestione la versión oficial son parte de esta estrategia. En este contexto, la guerra en Ucrania no es solo una lucha geopolítica. Es un episodio más en la historia de la resistencia rusa frente a Occidente.

El aislamiento al que la ha llevado la guerra en Ucrania puede fortalecer el discurso nacionalista en el corto plazo, pero en el largo plazo podría debilitar su economía y profundizar su dependencia de China. La gran pregunta es si Rusia continuará aferrada a su desconfianza histórica o si, en algún momento, buscará una nueva forma de relacionarse con Europa.

En el fondo, Rusia sigue atrapada en su propio relato. Un país que se concibe a sí mismo como el último bastión de la civilización eslava, que ve en cada movimiento de Occidente un intento de socavar su soberanía y que encuentra en su historia argumentos para justificar su aislamiento y su agresividad. Y mientras esa narrativa persista, la relación entre Rusia y Europa seguirá siendo una historia de recelos, tensiones y guerras, una desconfianza eterna que se arrastra desde la Edad Media hasta nuestros días.

Por Mauricio Jaime Goio