La decisión de Donald Trump de cortar de tajo el financiamiento a Ucrania y arrojar la responsabilidad de su defensa a los brazos de una Unión Europea aún tambaleante, ha puesto en jaque las prioridades del Viejo Continente. En Alemania, el reciente triunfo conservador de centro-derecha —sellado el pasado fin de semana— ha desatado una reacción inmediata: un aumento sustancial del gasto en defensa que, según los planes germanos, no solo blindaría la seguridad nacional, sino que también inyectaría un aliento a su economía luego de que se ha encontrado en el estancamiento e incluso al borde de la recesión desde hace varios meses.
Las bolsas, como si despertaran de un letargo nervioso, han trepado desde el anterior lunes, pero que nadie se engañe: el repunte no brota de un optimismo genuino ante un porvenir renovado, sino del alivio de quien esquiva una tormenta ya prevista. La victoria del statu quo, tan ampliamente descontada, no augura transformaciones de fondo. Y es ahí donde radica el problema: sin una reforma estructural ambiciosa que desate las amarras de la liberalización económica, el crecimiento sostenido seguirá siendo un horizonte difuso, inalcanzable al menos hasta 2026.
De hecho, el precio de esta apuesta ya se siente en los mercados. El interés del bono alemán a diez años se disparó al 2,72%, un pico no visto desde noviembre de 2023, tras el pacto entre la CDU/CSU y el SPD para flexibilizar el sacrosanto freno de la deuda y dar vida a un fondo especial de €500.000 millones, destinado a blindar la defensa y apuntalar infraestructuras.

No es un salto menor: el mayor repunte desde agosto de 2022, que además arrastró al alza las rentabilidades de la deuda europea como un eco incontenible. El bono español tocó el 3,317%; el francés, el 3,385%. Friedrich Merz, el líder de la CDU y rostro visible de esta nueva etapa, no dudó en subrayar que el gasto militar quedará exento de las “ataduras” del límite de deuda. “Fortalecer las capacidades militares y económicas de Alemania es ahora la prioridad”, proclamó, con la seguridad de quien sabe que el tablero geopolítico no admite titubeos.
A simple vista, el incremento del gasto parece un bálsamo. En el corto plazo, la maquinaria económica alemana podría ronronear con algo más de vigor, y Merz, recién plantado en el liderazgo, se anota un arranque que muchos envidiarían. Sin embargo, este brillo es un espejismo. Bajo la superficie, los problemas estructurales —esos que no se curan con fondos extraordinarios— siguen royendo las bases de la prosperidad germana. Décadas de intervención estatal, de regulaciones asfixiantes y de un Estado de Bienestar que se expande como una enredadera han ido estrangulando la función empresarial, esa chispa que enciende la innovación y, con ella, la creación de riqueza sostenida. Lejos de revertir esta deriva, el enfoque actual la disfraza, postergando una liberalización que, aunque impopular en ciertos círculos, se antoja ineludible.
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Así, mientras Alemania se arma y Europa observa, el costo de financiamiento se encarece y las rentabilidades suben como termómetro de una fiebre que no cede. El fondo de €500.000 millones puede comprar tanques y carreteras, pero no la audacia de desmantelar un modelo que, aunque robusto en su día, hoy cruje bajo el peso de sus propias rigideces. Merz camina sobre una cuerda floja: el éxito inmediato del gasto le da aire, pero sin reformas profundas, el oxígeno se agotará pronto. Y entonces, ni los blindajes militares ni los aplausos bursátiles podrán ocultar que, en el fondo, Alemania sigue esquivando el verdadero desafío.