La política, lejos de ser un escenario de armonía y consensos eternos, es un campo de confrontación donde se disputan el poder y las ideas. La ilusión de la unidad, aunque atractiva en el discurso, se desmorona ante la cruda realidad de intereses contrapuestos. En este contexto, es fundamental analizar hasta qué punto la ética y la moral pueden convivir con la necesidad de ejercer el poder de manera efectiva.
Desde una perspectiva clásica, Aristóteles estableció que el fin último de la política es la justicia, es decir, dar a cada quien lo que le corresponde. Sin embargo, en la práctica, la justicia absoluta es inalcanzable, ya que siempre existirán sectores que consideren que no han sido tratados con equidad. Es aquí donde entra la «virtú» de Maquiavelo, una visión pragmática del poder que prioriza la eficacia por encima de la moralidad idealista.
Un político competente debe ser capaz de reconocer a sus verdaderos adversarios y enfrentarlos para salir victoriosos. No se trata de formar alianzas frágiles con el único propósito de vencer a un enemigo común, sino de construir una estructura política sólida que permita gobernar con autoridad y firmeza. En este sentido, la unidad no puede ser una meta en sí misma, sino una herramienta que debe usarse con prudencia.
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El dilema ético en política surge cuando se enfrenta la necesidad de actuar con determinación, incluso si ello implica tomar decisiones impopulares. La ética en la política no puede ser una barrera que impida el ejercicio del poder, sino una guía para evitar el abuso y la tiranía. El desafío es encontrar el equilibrio entre la moralidad y la eficacia, entendiendo que el poder no se sostiene sólo con buenas intenciones.
En un Estado funcional, la política no puede ser reducida a simples gestos de conciliación o discursos emotivos. Se requiere de líderes con capacidad de decisión, que sepan cuándo negociar y cuándo imponer. La democracia no es sólo el arte del consenso, sino también la capacidad de tomar medidas firmes e impopulares cuando las circunstancias lo exigen. Un político que no entiende esto está condenado a la inoperancia.
Los ciudadanos, por su parte, debemos ser conscientes de esta realidad. No podemos esperar líderes perfectos, ni gobiernos que complazcan a todos por igual. Tenemos que aprender a distinguir entre políticos comprometidos con el fortalecimiento del Estado y aquellos que sólo buscan el poder para beneficio propio o de alguna organización delincuencial. La madurez política de una nación se mide en su capacidad de elegir gobernantes que no sólo prometan cambios, sino que tengan la capacidad real de ejecutarlos.
Es importante aclarar que la ética y la política no son incompatibles, pero su relación es compleja. La moral no puede ser un obstáculo que paralice la acción política, sino un marco que delimite los excesos del poder. Un gobernante que carece de ética es peligroso, pero uno que se aferra a una visión moralista sin considerar la realidad política es, simplemente, ineficaz.
En este sentido, la política no es para los débiles ni para los ingenuos. Exige astucia, capacidad de negociación y, cuando la situación lo requiera, firmeza para imponer el orden. La realidad política es implacable, con quienes creen que pueden gobernar simplemente con buenas intenciones y discursos conciliadores.
El reto de cualquier líder es saber hasta dónde puede ceder sin comprometer la estabilidad del Estado. La flexibilidad es necesaria, pero no a costa de la autoridad. Un gobierno que duda en ejercer su poder se convierte en un blanco fácil para sus adversarios, y la historia está llena de ejemplos de líderes que fracasaron por su indecisión.
Finalmente, la población tiene la responsabilidad de comprender esta dinámica y elegir a sus gobernantes con criterio. No se trata de buscar figuras carismáticas o líderes que prometan soluciones mágicas, sino de apostar por aquellos que tengan la capacidad real de enfrentar los desafíos del país. La política no es un concurso de simpatía, sino un campo de batalla donde únicamente los más preparados pueden triunfar.
Para finalizar, la ética en política es necesaria, pero debe ser aplicada con pragmatismo. La unidad, en su sentido absoluto, es una quimera. Lo que realmente necesita nuestro país es un liderazgo con visión y determinación. Solo así se puede construir un futuro sólido y estable, sin caer en ilusiones que, lejos de fortalecer, terminan debilitando al Estado.
Marcelo Miranda Loayza
Teólogo, escritor y educador