Las calles se tiñen de verde, los pubs rebosan de cerveza y el sonido de las gaitas se mezcla con el bullicio de las ciudades. Cada 17 de marzo, el Día de San Patricio deja de ser solo una conmemoración religiosa y se convierte en una celebración masiva, un fenómeno cultural que ha logrado infiltrarse en las esquinas más inesperadas del mundo. Lo que comenzó como un tributo al santo patrono de Irlanda ha terminado por convertirse en una fiesta que es menos sobre el santo y más sobre la identidad, la migración y la apropiación cultural.
San Patricio es el personaje que da nombre a la fiesta, pero la figura que domina la imaginería de la jornada es la de un pequeño duende de barba roja, vestido de verde y con una olla de oro escondida al final del arcoíris: el Leprechaun. En su origen, este ser mitológico irlandés era una criatura más bien solitaria y hosca, vinculada a las leyendas celtas, pero a lo largo del tiempo se transformó en el símbolo alegre y comercial de la festividad. El cambio no fue casualidad. Walt Disney ayudó a consolidarlo en el imaginario popular con su película Darby O’Gill y el Rey de los duendes (1959), donde el Leprechaun adquirió su característico traje verde y una actitud más festiva. Desde entonces, su imagen ha sido explotada en campañas publicitarias, souvenirs y hasta en la iconografía de marcas de cerveza.
Pero si hay un verdadero responsable de la globalización del Día de San Patricio, ese es el fenómeno migratorio. Irlanda, marcada históricamente por la pobreza y la opresión colonial, vivió una diáspora masiva durante el siglo XIX, especialmente tras la Gran Hambruna de 1845. Estados Unidos se convirtió en el principal destino de estos migrantes, y con ellos llegó su cultura. En 1737, Boston ya realizaba su primer desfile de San Patricio; en 1762, Nueva York se sumó a la tradición, y con el paso del tiempo, ciudades como Chicago comenzaron a teñir su río de verde en honor a la fecha. Lo curioso es que la festividad creció aún más cuando dejó de ser exclusivamente irlandesa. Hoy cualquier persona, sin importar su origen, puede sumarse a la marea esmeralda.
América Latina no es ajena a esta fiebre verde. Buenos Aires, con una comunidad irlandesa consolidada, realiza un desfile anual en la Plaza San Martín y cuenta con pubs que ofrecen cerveza teñida de verde. En México y Brasil, los bares temáticos aprovechan la ocasión para organizar eventos, y en ciudades como Bogotá y Santiago de Chile, la fecha es una excusa para la fiesta. Más allá del contexto histórico, lo que se ha exportado es una versión simplificada de la tradición. ¡Una que se reduce a vestirse de verde, beber cerveza Guinness y brindar al grito de Sláinte!.
El Día de San Patricio es, en esencia, un ejemplo del poder de la diáspora y de cómo la identidad se transforma en el camino. En su origen, la festividad era una conmemoración religiosa, pero al cruzar el Atlántico y mezclarse con nuevas culturas, se convirtió en una celebración del orgullo irlandés primero, y en un carnaval global después. Como toda apropiación cultural, el fenómeno tiene sus detractores: ¿qué queda de San Patricio cuando la cerveza verde se convierte en el centro de la fiesta? ¿Dónde encaja la historia de un santo evangelizador entre las promociones de happy hour?
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Lo cierto es que el Día de San Patricio es una muestra de cómo las tradiciones se reinventan, de cómo la cultura no es estática, sino un ente en constante mutación. La fecha, que alguna vez fue un acto de devoción, es hoy un mosaico de interpretaciones. Cada 17 de marzo, el mundo entero se viste de verde, quizá sin saber bien por qué, pero encontrando en la celebración un sentido de pertenencia, una excusa para brindar y, sobre todo, una oportunidad para contar una historia que es tanto irlandesa como global.
Por Mauricio Jaime Goio.