Cuenta la leyenda que todo empezó con un pastor y unas cabras. Kaldi, un joven etíope que cuidaba su rebaño en las montañas de Kaffa, notó un día que sus animales saltaban y danzaban con una energía inusual después de masticar unos frutos rojos brillantes. Intrigado, Kaldi probó las bayas él mismo y sintió cómo el sueño huía de su cuerpo como un demonio espantado por el fuego.
Fuente: https://ideastextuales.com
Esa noche no durmió. Sus ojos se quedaron abiertos como faros encendidos bajo la noche africana. La historia, como casi todas las leyendas que sobreviven al paso de los siglos, es probablemente falsa. Pero también es verdadera en otro sentido: en esa escena de un muchacho descubriendo, por accidente, la cafeína, se dibuja el nacimiento de una de las fuerzas invisibles más poderosas del mundo moderno.
Porque desde aquel día —imaginado o no— el café comenzó su largo viaje: desde las cumbres africanas hasta los cafés vieneses, desde los monasterios sufíes hasta los salones ilustrados, desde los cafetales de América Latina hasta ese Starbucks del centro de Manhattan donde un hombre solitario escribe en su computadora mientras el mundo gira más rápido de lo que puede pensar.
No hay un solo aroma que se le parezca. Quien ha caminado medio dormido por las calles húmedas de Nueva York sabe que antes de escuchar el murmullo del tráfico o el siseo de los trenes del metro, lo que se cuela primero en la conciencia es ese olor: café recién hecho, tostado oscuro, casi amargo, que sale como un suspiro tibio desde las puertas de vidrio de las cafeterías próximas al Central Park o Brooklyn, del carrito del dominicano de la esquina, del deli coreano que abre antes que el sol, en el vaso descartable de cartón en la mano del que despierta camino a la cocina o sale a las calles cualquier escena hollywoodiense.
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Uno podría pensar que esta escena es reciente, una invención del capitalismo tardío con espuma de leche. Pero el café no nació en Manhattan. Nació —como casi todo lo importante— en el margen del mundo. En las montañas de Yemen, en monasterios sufíes donde los místicos lo bebían para vencer el sueño y así prolongar el diálogo con Dios. Esa fue su primera función: mantener despierto el alma.
Aquel fruto rojo que crecía en las laderas de la región de Kaffa —en lo que hoy es Etiopía— cruzó el mar Rojo en las alforjas de mercaderes musulmanes, hasta instalarse en las manos de hombres que pasaban las noches en vigilia. Fue allí, en el mundo árabe del siglo XV, donde se cocinó el primer café tal como lo conocemos: una bebida negra, caliente, amarga, estimulante. Una bebida para pensar, para estar presente.
A Europa llegó cargado de sospechas. Lo miraban raro, como a todo lo que venía del Islam. Algunos sacerdotes lo llamaban “la bebida del demonio”. Hasta que el papa Clemente VIII, más curioso que dogmático, lo probó y dijo: «Esta bebida del diablo es tan deliciosa que deberíamos engañarlo bautizándola». Y así fue: Occidente adoptó el café con fervor y, sin saberlo, lo transformó en su principal combustible espiritual.
El café encontró en las ciudades europeas el escenario ideal para desplegar su poder. No fue en las casas, sino en los cafés donde se redefinió la conversación pública. En Londres, en París, en Viena, nacieron espacios donde la gente se reunía no a beber, sino a discutir. Política, arte, economía. Las ideas circularon mejor con cafeína. En una época donde el alcohol era cotidiano y los días se desdibujaban en neblinas de vino, el café trajo sobriedad y foco. Fue la bebida de la Ilustración, del periodismo, del capitalismo en pañales. Y no es metáfora: la Bolsa de Valores de Londres nació en una cafetería.
Hoy, siglos después, sigo el aroma de un espresso doble en medio de la avenida Broadway, y todo ese viaje histórico se condensa en el gesto automático de una barista que sirve mi nombre mal escrito sobre un vaso de cartón reciclado. Starbucks no es una cafetería: es una catedral de la productividad. Luz fría, wifi estable, sillas incómodas para que no te quedes mucho. Pero el ritual sigue. Una persona sola, con laptop abierta, tomando café como si el mundo dependiera de ello.
El café ha colonizado el mundo sin disparar una sola bala. En América Latina se convirtió en monocultivo, en dependencia, en rutina matinal. En Colombia, en Brasil, en Honduras, familias enteras viven de él, mientras en las grandes ciudades la clase creativa lo consume como si fuera oxígeno en taza. En Santiago de Chile, los cafés con piernas lo convirtieron en espectáculo; en Buenos Aires, en extensión de la sobremesa eterna. En cada cultura, el café se volvió espejo. Muestra cómo vivimos, cómo nos hablamos, cómo pensamos.
No es casual que haya nacido en la frontera entre lo sagrado y lo profano. En el filo entre el sueño y la vigilia. El café no nos deja dormir. Pero no con urgencia ni angustia. Sino con ese tipo de insomnio que permite pensar, escribir, crear. Como si cada sorbo contuviera una chispa de lucidez. Una vigilia luminosa.
A veces observo a la gente tomar su café sin saber que está participando de una liturgia antigua. Esos hombres que revisan sus correos en sus trajes grises, esas chicas que escriben en sus cuadernos de hojas amarillas, ese estudiante que estira su espresso como si fuera la última gota de concentración. Todos, sin quererlo, reproducen un gesto milenario. Una ceremonia que empezó en Yemen y que hoy, con leche de avena o con crema batida, sigue siendo la misma. El intento de mantenernos despiertos en un mundo que siempre quiere dormirnos.
Por Mauricio Jaime Goio.