La reciente muerte de Mario Vargas Llosa (1936-2025) no solo marcó el fin de una de las voces literarias más influyentes de América Latina, sino que también dejó un legado intelectual incómodo para los defensores del autoritarismo. A lo largo de su vasta obra —que abarca novelas, ensayos, teatro y artículos periodísticos—, el Nobel peruano construyó una crítica feroz y sistemática contra la perversión de la justicia por parte del poder. Para Vargas Llosa, la justicia auténtica, arraigada en los principios del liberalismo clásico, se presenta como un ideal frágil, constantemente asediado por la corrupción de regímenes que la convierten en mero instrumento de opresión. Esta distorsión se manifiesta tanto en dictaduras militares descarnadas como las de Augusto Pinochet en Chile, Jorge Rafael Videla en Argentina y Hugo Banzer Suárez en Bolivia, en gobiernos populistas o en sistemas aparentemente democráticos, pero capturados por élites corruptas que vacían las instituciones desde dentro.
El pensamiento jurídico-político de Vargas Llosa experimentó una notable evolución. Tras su temprana desilusión con la Revolución Cubana —que inicialmente había apoyado con entusiasmo juvenil—, terminó abrazando el liberalismo como antídoto intelectual contra la distorsión sistemática de la justicia. En La llamada de la tribu (2018), su peculiar autobiografía intelectual, rindió homenaje a pensadores como Hayek, Popper y Berlín, defendiendo con vehemencia que «el imperio de la ley es la única garantía de que la justicia no sea el capricho de los poderosos». Para el escritor, un sistema judicial genuinamente independiente, la estricta separación de poderes y el respeto irrestricto a las libertades individuales constituían pilares irrenunciables de cualquier sociedad que aspirara a llamarse justa. Esta postura lo llevó a enfrentarse frontalmente con los llamados «socialismos del siglo XXI», a los que dedicó algunos de sus análisis más lúcidos y corrosivos.
En artículos como La dictadura perfecta (1992) y en numerosos ensayos sobre figuras como Hugo Chávez, Nicolás Maduro e incluso Rafael Correa en Ecuador, Vargas Llosa denunció cómo estos regímenes, bajo una retórica engañosa de «justicia social», fueron vaciando metódicamente las instituciones democráticas. El caso venezolano resulta paradigmático: bajo el chavismo, el sistema de justicia se transformó en mero apéndice del poder ejecutivo, con tribunales que inhabilitaban políticamente a opositores, fiscales que encubrían crímenes de Estado y una Asamblea Nacional progresivamente despojada de sus facultades esenciales. Vargas Llosa lo resumió con su característica ironía: «En nombre del pueblo, se destruyó la justicia; en nombre de la igualdad, se creó una nueva casta privilegiada». Esta crítica se extendía a otros experimentos populistas de la región, donde observaba cómo los líderes carismáticos subordinaban el poder judicial a sus intereses personales o partidistas.
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La literatura de Vargas Llosa funciona como un auténtico laboratorio de las perversiones judiciales. En La fiesta del chivo (2000), su magistral recreación de la dictadura de Trujillo en República Dominicana, retrató con crudeza cómo los tribunales se convertían en meros teatros para legitimar las peores atrocidades. El caso de las hermanas Mirabal, asesinadas por orden expresa del régimen y luego presentadas oficialmente como «víctimas de un accidente», ilustraba de manera descarnada cómo la justicia puede transformarse en cómplice activa del terror de Estado. La novela muestra el mecanismo perverso por el cual un sistema judicial corrompido no solo encubre crímenes, sino que los reviste de una apariencia de legalidad.
Esta exploración de las relaciones entre poder y justicia alcanza cotas aún más complejas en Conversación en La Catedral (1969), obra monumental donde la corrupción judicial aparece como engranaje esencial del sistema de dominación. El personaje de Ambrosio, chofer y sicario a sueldo del poder, encarna como pocos la impunidad estructural de un régimen donde las leyes solo se aplican a los débiles, mientras los poderosos operan en un limbo de absoluta irresponsabilidad. Vargas Llosa demuestra con maestría narrativa cómo, cuando el poder judicial queda subordinado al ejecutivo, la justicia se reduce a lo que él mismo calificó en una entrevista para El País como «un saludo a la bandera»: mero ritual carente de contenido real.
Sin embargo, la crítica vargasllosiana no se limitó a las dictaduras tradicionales. En Pantaleón y las visitadoras (1973), su sátira más desbordante, el autor caricaturizó la burocracia militar peruana a través del «servicio de visitadoras» —un eufemismo para designar la prostitución institucionalizada para soldados—, que se organiza con eficiencia kafkiana mientras se ignoran olímpicamente los derechos más elementales de las mujeres reclutadas. La novela funciona como metáfora perfecta de cómo el Estado, incluso cuando actúa bajo pretextos aparentemente «bienintencionados», puede acabar institucionalizando la injusticia cuando pierde de vista la dignidad humana en aras de la eficacia administrativa o de supuestas necesidades superiores.
Vargas Llosa no se contentó con señalar las fallas del sistema: profundizó en la compleja psicología de la complicidad ciudadana. En La ciudad y los perros (1963), obra que lo lanzó a la fama internacional, los cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado encubren un crimen por un distorsionado «código de honor». En esta obra maestra, la justicia institucional —representada por autoridades corruptas y cínicas— entra en choque frontal con la moral individual de los personajes, aunque al final prevalezca el silencio cómplice del grupo. Este mismo tema resurge con fuerza en Lituma en los Andes (1993), donde el cabo Lituma investiga crímenes en medio del terror impuesto por Sendero Luminoso. La justicia oficial se revela allí como lenta, ineficaz o directamente ausente, mientras las comunidades recurren a formas de «justicia comunitaria» que a veces resultan tan brutales como la violencia que pretenden combatir. A través de estas obras, Vargas Llosa plantea preguntas incómodas: ¿Puede existir verdadera justicia sin instituciones sólidas? ¿Hasta qué punto la desconfianza en el Estado justifica tomar la ley por mano propia? Sus respuestas, tanto en entrevistas como en ensayos, fueron siempre claras: «La venganza no es justicia, y el populismo penal no es democracia».
La mirada crítica de Vargas Llosa se posó con especial dureza sobre los gobiernos del llamado «socialismo del siglo XXI». En sus artículos para El País y otras publicaciones, analizó minuciosamente como regímenes como los de Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, los Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador instrumentalizaron el sistema de justicia para perpetuarse en el poder. Identificó tres mecanismos recurrentes: la persecución judicial de opositores (como en los casos de Leopoldo López en Venezuela o las maniobras de Cristina Fernández en Argentina contra sus rivales políticos; el control absoluto de los poderes judiciales (con purgas en el Tribunal Constitucional boliviano o la eliminación de la independencia judicial en Nicaragua); y el uso de tribunales cómplices para legitimar fraudes electorales (como ocurrió sistemáticamente en Venezuela y Nicaragua).
Esta crítica no era nueva en su pensamiento. Ya en El sueño del celta (2010), su novela sobre el colonialismo belga en el Congo, había retratado cómo la «justicia» podía convertirse en instrumento para enmascarar atrocidades. El paralelo con los regímenes bolivarianos era evidente: «Cuando un gobierno controla a los jueces —escribió—, la impunidad deja de ser una falla del sistema para convertirse en política de Estado».
Pese a su agudo pesimismo sobre las capacidades corruptoras del poder, Vargas Llosa nunca abandonó del todo cierta esperanza en los valores de la democracia liberal. En El pez en el agua (1993), sus memorias sobre su fallida aventura política en Perú, reconoció los límites de la acción individual, pero también subrayó la importancia de seguir luchando por instituciones sanas. En artículos más recientes, como Derechos de autor (2022), admitió sin ambages que «la democracia es imperfecta, pero sigue siendo el único sistema donde la justicia puede respirar».
Su última gran novela, Tiempos recios (2019), sobre el golpe contra Jacobo Árbenz en Guatemala, funcionó como un recordatorio histórico: sin independencia judicial real, no puede existir justicia posible. Como en toda su obra, Vargas Llosa nos dejó una advertencia que resuena con especial fuerza en nuestro presente: «Cuando el poder corrompe a la justicia, la civilización retrocede a la barbarie».
El legado de Vargas Llosa en este terreno es incómodo porque no ofrece soluciones fáciles. Su literatura muestra una y otra vez que la justicia es un campo de batalla donde el poder siempre intenta imponerse. Pero también trazó un camino claro: la defensa irrenunciable de las libertades individuales, la crítica sin concesiones a todos los autoritarismos (sin distinción entre izquierdas y derechas) y la fe en que, como escribió en La llamada de la tribu, «la justicia solo florece donde el poder reconoce sus límites».
Hoy, cuando regímenes como los de Maduro o Ortega continúan utilizando los tribunales como herramientas de perpetuación en el poder, la obra de Vargas Llosa sigue siendo un manual de resistencia intelectual. No es casual que en sus últimas entrevistas repitiera como un mantra una de sus frases más certeras: «La peor injusticia es la que se comete en nombre de la justicia». En este sentido, su pensamiento sigue interpelándonos con urgencia, recordándonos que la defensa de la justicia auténtica exige vigilancia constante contra los abusos del poder, vengan de donde vengan.