Reescribir la vejez


Lejos de la decadencia y la resignación, la vejez puede ser una de las etapas más poderosas de la vida. Nuevas evidencias médicas y culturales nos invitan a redescubrirla como un espacio de libertad, asombro y salud integral. La naturaleza, la aventura y la filosofía del buen vivir son claves para comprender esta nueva narrativa del envejecimiento.

Durante décadas, la medicina ha explorado formas de prolongar la vida. Ratones modificados genéticamente, terapias celulares, relojes epigenéticos. En medio de todos estos afanes hay una pregunta que no nos estamos haciendo, que debiera dar al traste con mucho de estos afanes: ¿para qué queremos vivir más? Quizá el secreto no está en la cantidad, sino en la calidad.



Caroline Paul, escritora y aventurera, se lanzó a buscar mujeres mayores que desafían los estereotipos. Las encontró en el mar, en el bosque, en el aire. Buceadoras de 80, observadoras de aves en silla de ruedas, paracaidistas jubiladas. Y descubrió algo que la medicina ya comienza a confirma. Salir al aire libre, vivir experiencias de asombro, mantener el cuerpo en movimiento y la mente abierta, mejora radicalmente la salud, la longevidad y el bienestar.

Estudios recientes respaldan esa afirmación. Basta con caminar 20 minutos en un entorno verde para que el cuerpo reduzca su presión arterial, el cerebro mejore su rendimiento cognitivo y los niveles de ansiedad disminuyan. El aroma de los árboles, los sonidos del agua y de los pájaros tienen un efecto medicinal. Así como los paisajes fractales de la naturaleza, esas repeticiones armónicas que vemos en las hojas o las olas, actúan como una medicina visual.

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Pero hay más. El asombro, esa emoción que experimentamos al contemplar algo más grande que nosotros mismos, no solo nutre el alma. Es también un reset neurológico. Activa zonas del cerebro vinculadas con la creatividad y la apertura mental. En palabras de los neurocientíficos, nos vuelve más receptivos, más curiosos, más vivos. Y, lo mejor, no hay que caminar sobre el ala de un avión para sentirlo. Una flor diminuta, una noche estrellada o el silencio de un bosque bastan.

En paralelo, la ciencia ha confirmado algo que las culturas tradicionales ya sabían. Que el cuerpo no se rinde con la edad, sino que puede reinventarse. La neuroplasticidad permite seguir aprendiendo. Se crean nuevas neuronas, se abren circuitos alternativos, se fortalece la resiliencia. Alguien que aprende a nadar a los 68, dice que ya no le importa cómo luce en traje de baño, sino lo que puede conquistar con su cuerpo. Esa conquista no es deportiva. Es simbólica. Es política. Es vital.

La cultura occidental, sin embargo, sigue atrapada en una narrativa decadente del envejecimiento. La vejez se asocia al retiro, a la pérdida, al encierro. Pero estas historias de aventuras cambian nuestra forma de ver la vida. No se trata solo de añadir años, sino de dotarlos de sentido.

El buen vivir se debería entenderse en función a la armonía con la naturaleza, el disfrute de lo simple, la conexión con la comunidad. Ese horizonte, adaptado a las ciudades modernas y a los cuerpos envejecidos, implica nuevas rutinas: salir más, moverse más, contemplar más. También implica menos: menos miedo, menos juicio, menos resignación.

En última instancia, la vejez no es una enfermedad a curar, ni un enemigo a derrotar. Es un capítulo a escribir con las palabras de siempre, pero con una tinta nueva. La de quienes saben que el tiempo no solo desgasta, también revela. Y que, en las canas y las arrugas, se esconde el secreto de una vida bien vivida.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales


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