Cada Primero de Mayo, Bolivia despierta, con el mismo ritual, un incremento salarial decretado, presentado como “el regalo” al trabajador boliviano. Pero este gesto, que debería simbolizar justicia y reconocimiento, se ha vaciado de diálogo, de análisis y, sobre todo, de futuro.
Hoy no estamos para gestos simbólicos. Estamos ante un momento de quiebre. Bolivia enfrenta una de las coyunturas económicas más desafiantes de su historia democrática reciente. El tipo de cambio se ha disparado, hay dificultades para la compra de combustible, las reservas internacionales están casi agotadas y lo poco que queda amenaza con ser empeñado. El déficit se perpetúa y la inversión privada está estancada. Sin embargo, seguimos administrando el ámbito laboral con recetas del pasado y con decisiones unilaterales que, lejos de proteger el empleo formal, terminan asfixiándolo.
¿Es acaso suficiente hablar de incremento salarial en medio de una crisis económica? ¿Cuánto más podemos sostener decretos populistas cuando las cuentas ya no nos dan? Ocho de cada diez personas ocupadas en Bolivia trabajan en condiciones precarias: sin contrato, sin seguro médico, sin jubilación. A estas alturas, la pregunta no es si hay empleo, sino qué calidad tiene ese empleo.
El INE reporta que la tasa de desocupación es baja, 3,4% en noviembre de 2024. Pero esa cifra oculta una realidad incómoda: no mide si los trabajadores tienen estabilidad, protección social o perspectivas de ahorro para la vejez. Mientras organismos internacionales y países vecinos ya discuten sobre transiciones laborales, productividad y calidad de empleo, Bolivia sigue atrapada en paradigmas obsoletos. Y junto a ella, sus escasos trabajadores formales.
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El mercado formal boliviano representa menos del 20% de la población económicamente activa, de estas 500.000 personas trabajan en el sector público, muchas por lealtades políticas más que por méritos o competencias. La otra cara, el empleo formal generado por el sector privado, aunque menor en número, es el que verdaderamente produce, agrega valor y, pese a las trabas, sigue impulsando al país.
Cuando se anuncia un aumento salarial sin diálogo real, ignorando la situación fiscal y la sostenibilidad del empleo, no estamos premiando al trabajador. Lo estamos dejando sin futuro.
Hoy la inflación acumulada en Bolivia bordea el 15%. Esta alza, producto tanto de un tipo de cambio paralelo que casi duplica al oficial como del déficit fiscal financiado con emisión inorgánica, ya erosiona brutalmente el poder adquisitivo. Y si no se controlan los precios, cualquier incremento salarial se vuelve ficticio: una ilusión momentánea que desemboca en más inflación, más informalidad y más pobreza.
La historia lo demuestra. En Argentina, los incrementos salariales desconectados de la productividad llevaron a que, en 2024, el 45% de los trabajadores estuvieran en la informalidad. En cambio, en Perú, se apostó por congelar el salario mínimo tras la pandemia, mientras se incentivaba la formalización juvenil, logrando una mejora en la calidad del empleo. Los resultados hablan: donde hay responsabilidad, hay avance; donde hay populismo, hay retroceso.
Además, es urgente reconocer que la estructura sindical tradicional no representa a la totalidad de los trabajadores del siglo XXI. Jóvenes que buscan su primer empleo, profesionales independientes, emprendedores de plataformas digitales; todos ellos quedan fuera de una discusión monopolizada por liderazgos anacrónicos. Hoy, la COB sigue con un discurso y una estructura que remiten a los años 70. Mientras el mundo avanza hacia modelos de trabajo híbrido, contratos flexibles y seguridad social portable, Bolivia permanece anclada en lógicas de confrontación, no de construcción.
El debate sobre el empleo en Bolivia debe dejar de girar exclusivamente en torno a incrementos salariales y empezar a enfocarse en una verdadera política laboral del siglo XXI. Por eso, desde CAINCO proponemos una agenda integral y responsable, con cuatro acciones urgentes: congelar el salario de los funcionarios públicos para no ahondar el déficit fiscal, esto con excepciones en el sector salud, educación y seguridad; permitir el diálogo directo entre empleadores y trabajadores privados para definir incrementos salariales sectorizados; proteger la actividad empresarial como generadora de empleo de calidad con alivios tributarios y estímulos reales a la contratación formal, sobre de jóvenes y mujeres. Y finalmente instalar una mesa nacional tripartita, con representación del Estado, trabajadores y empleadores. No para imponer, sino para construir, con base al diálogo, una nueva política laboral, con información pública y compromisos medibles.
Sé que es difícil pedir madurez en medio de una acelerada y feroz campaña electoral. Pero si no abandonamos el cortoplacismo ahora, hipotecaremos el futuro de toda una generación. Bolivia no necesita anuncios populistas este 1° de Mayo; necesita una política laboral para la próxima década, una construida con los pies en la tierra, pero la mirada en el futuro.