Datos de la Fiscalía General indican que, en cinco años solo dos denuncias de trabajadoras sexuales lograron una sentencia. El resto fue invisibilizado por una estructura patriarcal que las estigmatiza y les niega derechos.
Por Luis Fernando Cantoral
L. Lumina
Fuente: ANF
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Karina fue atacada sin piedad por cuatro hombres la noche en que acudió a ofrecer su servicio a uno solo; Sofía, en su lugar de trabajo, recibió la puñalada de un cliente; Carmen, engañada con promesas falsas, fue sacada del local y agredida por esposas de clientes; Rebeca, en estado de ebriedad, fue violada por un taxista cuando regresaba a casa.
A diario ellas enfrentan el desprecio de los garzones, el chantaje y la extorsionan de los policías que les exigen “piezas gratis”, los abusos de los proxenetas —muchos de ellos dueños de locales— que determinan el precio de sus cuerpos y les imponen cobros y multas que las empobrecen aún más, arrebatándoles lo poco que logran ganar. Cuando denuncian, sus testimonios son puestos en duda y, en su mayoría, desestimados. Sus agresores se amparan en la impunidad del sistema de justicia.
Datos de la Fiscalía General indican que, en cinco años solo dos denuncias de trabajadoras sexuales lograron una sentencia. El resto fue invisibilizado por una estructura patriarcal que las estigmatiza y les niega derechos.
“Nos pasan muchas cosas y nadie nos cree. Piensan que una trabajadora sexual no puede sufrir violencia de género”, lamenta Adriana, exdirigenta de La Paz.
La falta de credibilidad ante la violencia sexual es generalizada para las mujeres, explica Ana Paola García, directora de la Casa de la Mujer, pero es aún más brutal contra trabajadoras sexuales, consideradas, erróneamente, menos dignas de protección.
“Si a las adolescentes, e incluso a las niñas, no se les cree, mucho más se va a quitar ese crédito cuando la afectada es una trabajadora sexual, por el estereotipo de género que existe de que la mujer tiene que ser buena, tiene que ser sumisa, tiene que ser de su casa”, señala García.
La Defensoría del Pueblo reconoce que las trabajadoras sexuales están en situación de alta vulnerabilidad, expuestas tanto a violencia social como institucional. Aunque en Bolivia el trabajo sexual no está prohibido ni plenamente regulado, persisten fuertes estigmas.
Según la socióloga y feminista Lopo Gutiérrez, bajo el patriarcado, las trabajadoras sexuales son consideradas “mujeres inferiores, al servicio del placer masculino”, estigma que las despoja de su humanidad y, por ende, de la protección ante la violencia.
“Las tachan de menos mujeres, de putas, porque moralmente no terminan de cumplir ese patrón de mujer madre, de mujer virgen, de mujer abnegada”, señala.
Por eso ocurre, explica, que cuando una trabajadora sexual es asesinada o apuñalada en un alojamiento, “es percibido como un daño menor, como si se lo mereciera”.
Entre 2020 y 2024, la Policía registró 196.396 denuncias de violencia contra mujeres. De ellas, solo 139 fueron presentadas por trabajadoras sexuales —un ínfimo 0,07%.
Estas cifras solo son una parte de las muchas agresiones nunca se denuncian: la intimidación, la estigmatización y la falta de respuestas efectivas alimentan una cifra negra alarmante.
Con los derechos negados
Gabriela Yañez, psicóloga clínica, sostiene que considerar que el cuerpo de una mujer puede venderse ya es en sí una forma de violencia, debido a que muchas mujeres —se estima hasta un 80%, por exdirigentas del trabajo sexual— no eligieron ese destino, sino que fueron víctimas de trata, engaño o coerción, y al no tomarse en cuenta las denuncias, se niega directamente que haya abuso.
Los diversos testimonios dan cuenta de que las trabajadoras sexuales que intentan denunciar agresiones encuentran una barrera tras otra: no son tomadas en cuenta, se las persuade para no hacerlo o se las responsabiliza por la violencia.
“No nos quieren recibir las denuncias. Nos dicen: ¿Ustedes saben a qué están viniendo los clientes?, incluso en un hecho de violación, nos dicen: ‘concilien mejor, ¿para qué van a sentar la denuncia?, van a gastar nomás”, relata Claudia Fernández, dirigente de la organización Otrasex Oruro.
Fernández recuerda el caso de Karina, víctima de una brutal emboscada, que fue llevada ensangrentada a la comisaría. “Le habían hecho salir del local para recoger dinero de un cajero, luego la llevaron a un tráiler y ahí la estaban esperando cuatro tipos, casi la matan a la chica”, cuenta.
Pero, los policías la miraron con indiferencia: “¿Para qué vas?”, le dijeron. Su caso quedó en el olvido.
Las denuncias solo son tomadas en cuenta si van con sus dirigentes y acompañadas por organizaciones de defensa de derechos humanos.
Carmen fue otra víctima. Tres mujeres esposas de clientes agredieron. A pesar de tener pruebas en video, la policía se no recibió su denuncia, cuenta Nayeli Sánchez, representante de Otrasex Potosí.
“Le chatearon por WhatsApp y le dijeron que le van a pagar una salida, y cuando sale del local, tres mujeres la agarran, la golpean, le cortan el cabello, le roban el celular. Nosotras queríamos sentar la denuncia como robo agravado, pero la policía dijo que no, que llamemos al cliente para que le diga a su mujer que devuelva celular”.
La justicia también se niega a reconocer las violaciones sexuales que ellas sufren. Rebeca, violada en estado de inconsciencia por un taxista, fue revictimizada al denunciar. El consumo de bebidas alcohólicas complementa el servicio sexual que se brinda es los locales. “¿Qué violación?”, le insinuaron en la FELCV, unidad de la Policía que fue creada para defender a las mujeres.
“Ella se recogía después del trabajo para su casa, y lo último que recuerda es que el taxista estaba sobre ella, la violó aprovechándose de su estado, ha sido sin su consentimiento. Hemos ido a denunciar a la Fiscalía, pero hasta las policías de la FELCV nos lanzan una mirada como decir: ¿Cómo vas a decir violación si vos eres trabajadora sexual? Vos querías eso”, remarca Sánchez.
La violencia institucional perpetúa una impunidad que también ampara a garzones, clientes y tratantes. Nayeli sufrió de manera personal la agresión de un garzón, quiso denunciar y fue reprendida. “Llamé a la Patrulla 110 para denunciar y me dice: sabe qué señora, tome tranquila. ¿Por qué les gusta hacer problemas? O sea que pueden hacer de mi lo que quieran y yo debo aguantar callada”, cuestiona.
De las 139 denuncias de trabajadoras sexuales aceptadas por la Fiscalía entre 2020 y 2024, solo dos llegaron a sentencia —por corrupción de menores de edad y violencia doméstica—, lo que devela una tasa de impunidad del 98,5%. Del resto de casos, 11 fueron desestimados, 41 rechazados, 20 sobreseídos, entre los principales. Hay 56 casos abiertos que se encuentran en distintas etapas y con mora procesal.
Lo triste de esta situación, agrega la psicóloga Yañez, es que las personas que se aprovechan de las mujeres saben que si ellos ejercen violencia no les va a pasar nada, porque “si ellas denuncian, nadie les va a creer”.
“Ya hemos tolerado tanta discriminación, tanta violencia de género, que ya lo estamos normalizando, cualquier tipo de violencia que llegue lo aceptamos, porque no hay apoyo del gobierno, no hay apoyo de las autoridades, por eso tenemos que aguantar solas y ver cómo la justicia es tan corrupta en Bolivia”, señala la exdirigenta Adriana.
La lectura errónea de las autoridades sobre el consentimiento agrava esta situación. Ana Paola García de la Casa de la Mujer recuerda que la falta de consentimiento —no solo la violencia física— debe ser central para considerar un hecho como violación y “es ahí justamente cuando las trabajadoras sexuales sufren un hecho de violación sexual” y los jueces no lo reconocen.
Aclara que el consentimiento que muchas veces se da para tener la relación sexual, no implica el consentimiento para ser humilladas, para ser vejadas, para ser golpeadas, “o que hasta el último momento no podamos decir ¡no!”. “Esto es lo que las autoridades no logran comprender todavía”, dice.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció en el caso Angulo Losada vs. Bolivia que el consentimiento debe ser el eje de la tipificación de la violación sexual. Sin embargo, en Bolivia, persiste una visión retrógrada que minimiza la violencia sufrida por trabajadoras sexuales.
La Convención de Belém do Pará también establece que el consentimiento viciado por coerción o abuso de poder es nulo.
Frente a esta realidad, la Ley 348, que promete una vida libre de violencia para todas las mujeres, sigue siendo una promesa incumplida para las trabajadoras sexuales. “A las trabajadoras sexuales no nos protege nadie”, remarca la dirigenta de Otrasex Oruro.
El acceso a la justicia sigue siendo “un lugar hermético” para las mujeres, y más todavía para las trabajadoras sexuales que “ni siquiera figuran como casos de interés para la Fiscalía”, denuncia la socióloga Gutiérrez.
Mientras tanto, a los agresores —clientes, tratantes, proxenetas— se los libera. “Nadie habla del que consume, del cliente, del que violenta a menores de edad, porque el sistema patriarcal se encarga de ponerlas a ellas en el ojo de la tormenta y a ellos liberarles de cualquier culpa”, remarca Gutiérrez. La moral conservadora, de doble filo, sigue pesando más que los derechos humanos.
“Es muy fuerte cuando en una sociedad donde ha habido un avance importante en el marco de los derechos humanos, todavía las trabajadoras sexuales continúen en el lugar de ser juzgadas moralmente, con una moralidad de doble filo, con una moralidad conservadora que las aísla de los derechos humanos”, apunta.
Las medidas asumidas por el Ministerio de Gobierno que desautorizan a los policías hacer el control de los carnets sanitario, el origen de muchos abusos y que solo es tuición del servicio de salud, se sigue incumpliendo en varios departamentos. Los botones de pánico instalados en agosto de 2024, para proteger a las trabajadoras sexuales de la violencia en los locales de El Alto, también fracasaron. Otra trabajadora sexual fue hallada muerta en marzo de este año con visibles señales de violencia.
Prejuicios que matan
La doble vida que llevan —escondiendo su ocupación ante familiares y amigos— les genera estrés y aislamiento. Muchas son madres solteras que sostienen solas a sus familias. Al ser descubiertas, enfrentan discriminación, incluso el rechazo de sus seres queridos.
“En la noche nos arreglamos más, y de día somos otras, sin pintura, se vive una doble vida, por eso tenemos que estar viendo que el cliente no vaya a ser algún papá del compañero del colegio de nuestras guaguas”, indica la dirigente de Oruro. Ha habido casos en los que los hijos son expulsados del colegio al enterarse de que la mamá es trabajadora sexual.
Por eso, “muchas aguantan el abuso para no exponerse públicamente”, agrega.
La psicóloga Yañez afirma que la ignorancia social refuerza la falsa creencia de que ellas “están ahí porque quieren o porque les gusta”, ignorando contextos de pobreza, coerción y necesidad. “Son mujeres que están en una situación de alta vulnerabilidad, y si han entrado a ese mundo es porque realmente lo han visto necesario o son víctimas de trata”, remarca.
“Mantenemos familias, tenemos hijos, tenemos personas discapacitadas, estamos a cargo de nuestros padres, pero eso no se entiende”, agrega Fernández desde Oruro. Mientras Sánchez, desde Potosí, denuncia que, incluso tras años de sostener económicamente a sus familias, son expulsadas al saberse de su ocupación.
“A pesar de que esa compañera ha sido el sostén económico de esa familia por mucho tiempo, al enterarse la familia a qué se dedica, la hacen a un lado, se avergüenzan, a veces la alejan incluso hasta de los hijos”, señala Sánchez.
Pese a los prejuicios, muchas trabajadoras sexuales estudian, luchan por salir adelante, tienen proyectos de vida más allá de su oficio, explica Nelson Churqui, especialista en género. “Conocí mujeres que estudian Derecho o Economía en la universidad”.
Cuestiona la estigmatización hacia una población “que mal que bien no hace daño a nadie: no está robando, no está cometiendo actos delictivos”.
Los prejuicios también restringen su acceso a salud, educación y a los servicios financieros, sectores donde son discriminadas. “No accedemos a créditos por nuestro trabajo, no lo reconocen”, señala Sánchez.
Dice que el trabajo sexual es muy distinto a trabajar en una oficina, en una fábrica o en una tienda. Indica que el trabajo de ellas se desarrolla en un ambiente donde muchas veces se expende bebidas alcohólicas, pero aclara de manera enfática: “nosotras no nos vendemos, nosotras ofrecemos un servicio sexual, un servicio de compañía”.
La Defensoría del Pueblo, en respuesta a un cuestionario, explica que los estereotipos y los prejuicios que persisten hacia esta población, son los que generan situaciones de violencia, puesto que muchos de estos promueven el desconocimiento y la vulneración de derechos, naturalizando hechos de corrupción y de violencia, como si fuera parte de las trabajadoras sexuales.
Para combatir la estigmatización social que enfrentan las trabajadoras sexuales, la Defensoría del Pueblo plantea la necesidad de elaborar protocolos, normativas y programas de sensibilización para el personal policial y de salud, las principales instituciones denunciadas por vulnerar sus derechos.
Heridas invisibles
Más allá de las agresiones físicas, el impacto psicológico es devastador. Muchas viven con culpa, depresión, ansiedad, sentimientos de inferioridad. Algunas, incapaces de procesar tanta violencia, caen en el alcoholismo o incluso en el suicidio.
“Muchas creen que lo merecen, que es su culpa”, explica la psicóloga Yañez. Esta carga emocional puede desembocar en adicciones e incluso suicidios.
Adriana, la exdirigenta de La Paz, dice que por esta situación muchas mujeres se convierten en alcohólicas debido a que ya no aguantan la impotencia de sentirse vulneradas. “¿Qué puedo hacer, a dónde puedo ir a denunciar?”, reclama.
La ansiedad es otro factor que afrontan, señala Yañez, porque, aunque les haya pasado algo muy peligroso, tienen que continuar, no tienen otra opción, “volver a ponerse en esa situación vulnerable, una y otra vez, y eso les puede generar cuadros de ansiedad grave”.
Adriana lamenta que no haya un apoyo real de ninguna instancia, ni de la Defensoría del Pueblo ni del Ministerio de Gobierno ni del Estado, y muestra de ese desinterés, dice, es que hasta la fecha no hay una ley para la trabajadora sexual. “Si bien el gobierno nos permite ejercer el trabajo sexual dándonos la libreta sanitaria, no hay una ley y ninguna institución del gobierno que quiera hacerse cargo de nosotras”.
El abandono institucional refuerza la percepción de que las trabajadoras sexuales no tienen derecho a ser defendidas, lo que perpetúa un ciclo de violencia que las condena al silencio y la invisibilidad.
Y al no ser reconocido su trabajo, no acceden a ningún beneficio laboral como aguinaldo, vacaciones, subsidios, primas y compensaciones, y su bienestar es marginal y sujeto a los dueños de los locales donde trabajan, a quienes deben pagar por todo lo que vayan a usar, y donde van desgastando su cuerpo que es sometido a lugares que por lo general son tugurizados e insalubres.
Las trabajadoras sexuales exigen no solo reconocimiento de su labor, sino también respeto a su dignidad como personas. Viven, crían, sostienen hogares y también sueñan, como cualquier otra mujer. Pero mientras persista el estigma, seguirán enfrentando una vida dividida: una que esconde lo que hacen para sobrevivir, y otra que lucha por ser vista más allá de los prejuicios.
“Por ahora no existe una ley que nos proteja. La Ley 348 —que garantiza una vida libre de violencia— no es para nosotras; es solo para las mujeres que encajan en el molde de ‘mujeres de casa’”, lamenta Fernández.
Por Luis Fernando Cantoral
L. Lumina
Fuente: ANF