La inteligencia artificial en Bolivia: Protegiendo nuestros derechos en la era de los algoritmos


 

La Inteligencia Artificial (IA) ha comenzado a infiltrarse en la vida cotidiana de los bolivianos, prometiendo eficiencia y progreso, pero también desafiando los pilares de nuestra sociedad. Aunque muchos la imaginan como máquinas autónomas o robots futuristas, su verdadero rostro está en algoritmos, conjuntos de instrucciones paso a paso diseñados para realizar tareas específicas, que operan de manera invisible decidiendo qué noticias vemos, qué créditos nos aprueban o incluso cómo se distribuyen recursos públicos. Estos sistemas, entrenados con gigantescas bases de datos, no son neutrales: reproducen los prejuicios de quienes los diseñan y los sesgos históricos de la información que consumen. En Bolivia, donde la lucha por la equidad y la inclusión sigue vigente, la IA podría convertirse en un arma de discriminación masiva si no actuamos con urgencia y sabiduría.



La Inteligencia Artificial (IA), en esencia, es la capacidad de las máquinas para simular la inteligencia humana, permitiéndoles aprender, razonar, percibir y comprender el lenguaje natural. Los algoritmos son el motor que impulsa la mayoría de las aplicaciones de IA, permitiendo a las computadoras procesar datos, identificar patrones y tomar decisiones.

Nuestra Constitución Política del Estado garantiza derechos fundamentales como la privacidad, la igualdad y el debido proceso, pero estos principios están bajo amenaza. Por ejemplo, el reconocimiento facial en plazas o mercados, impulsado como herramienta de seguridad, podría convertir el simple acto de caminar por la ciudad en un registro constante de nuestra identidad, violando el derecho a la intimidad. Peor aún, si estos sistemas se entrenan con datos mayoritariamente urbanos, podrían fallar al identificar rostros indígenas o afrobolivianos, excluyéndolos de servicios básicos o señalándolos erróneamente como sospechosos. La IA no solo refleja desigualdades: las potencia. En el ámbito laboral, algoritmos de contratación usados por empresas privadas podrían filtrar automáticamente a candidatos con apellidos aimaras o quechua, perpetuando la marginación histórica. En el sistema financiero, jóvenes de El Alto sin historial crediticio formal serían invisibles para las IA bancarias, ahondando la brecha económica.

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El problema radica en cómo se construyen estos sistemas. La IA funciona identificando patrones en datos históricos, y si esos datos contienen discriminación —como salarios más bajos para mujeres en un sector—, el algoritmo aprenderá a replicarla. En Estados Unidos, se descubrió que un sistema de salud priorizaba a pacientes blancos sobre afrodescendientes porque usaba datos de gastos médicos pasados, ignorando que las minorías tenían menos acceso a seguros. En Bolivia, un algoritmo similar podría negar atención a comunidades rurales argumentando «bajo riesgo» estadístico, cuando en realidad reflejaría su histórica falta de acceso a hospitales. La tecnología, en lugar de corregir injusticias, las automatizaría.

Pero los riesgos no terminan ahí. La IA amenaza la transparencia democrática. Plataformas como TikTok o Facebook usan algoritmos que priorizan contenidos polarizantes para mantenernos enganchados, manipulando opiniones públicas. En las elecciones de 2020 en Bolivia, bots y cuentas falsas inundaron redes sociales con desinformación. Con IA generativa, esto podría escalar: deep fakes de candidatos diciendo cosas que nunca dijeron, audios falsos de líderes indígenas, o noticias inventadas que incendien conflictos regionales. Nuestra frágil democracia, aún en construcción, podría colapsar bajo el peso de mentiras automatizadas.

Frente a este panorama, países como la Unión Europea han respondido con regulaciones estrictas: prohibiendo el reconocimiento facial en espacios públicos, exigiendo transparencia en algoritmos de alto riesgo y garantizando el derecho humano a apelar decisiones automatizadas. En América Latina, Uruguay implementa auditorías obligatorias a sistemas de IA usados por el Estado. Bolivia, sin embargo, sigue rezagada. Nuestra Ley 164 de Protección de Datos, promulgada en 2011, es obsoleta frente a los desafíos actuales. No menciona la IA, ni regula cómo empresas extranjeras explotan datos de bolivianos para entrenar sus modelos. Tampoco existen mecanismos para que un campesino de Potosí entienda por qué un algoritmo le negó un crédito o cómo recurrir esa decisión.

La solución no es rechazar la tecnología, sino domesticarla con leyes audaces y visión de futuro. Primero, necesitamos una Ley Marco de Inteligencia Artificial que prohíba usos peligrosos —como la vigilancia masiva o los sistemas que deciden sobre libertad personal— y establezca reglas claras para los demás. Esta ley debe crear una Autoridad Nacional de IA, independiente y plural, con poder para investigar algoritmos, imponer multas y exigir modificaciones. Dicha entidad debería incluir no solo a ingenieros, sino a representantes indígenas, sindicatos y defensores de derechos humanos, asegurando que la IA no se diseñe desde escritorios urbanos, sino desde la diversidad boliviana.

Segundo, es vital una reforma educativa. En las escuelas, los niños deben aprender qué son los algoritmos, cómo afectan sus vidas y cómo proteger sus datos. Universidades públicas como la UMSA o la UAGRM deberían crear carreras en IA ética, formando profesionales que desarrollen tecnología adaptada a nuestra realidad. Imagine un algoritmo diseñado en Cochabamba que optimice el riego para pequeños productores de papa, usando datos climáticos locales y respetando saberes ancestrales. O un traductor automático que preserve lenguas como el guarayu o el movima, amenazadas de extinción.

Tercero, Bolivia debe liderar acuerdos internacionales contra el colonialismo digital. Hoy, empresas extranjeras extraen nuestros datos como antes extraían plata o estaño: sin pagar impuestos ni dejar beneficios locales. Un tratado regional podría exigir que los datos generados en Bolivia se almacenen en servidores nacionales, y que cualquier IA entrenada con información de bolivianos pague royalties o comparta tecnología.

Finalmente, la participación ciudadana es crucial. Comunidades indígenas, juntas vecinales, gremios y jóvenes deben debatir cómo quieren que la IA se use en sus territorios. ¿Aceptarían un algoritmo que asigne becas estudiantiles? ¿O prefieren comisiones humanas que consideren contextos culturales? Estas preguntas no pueden responderse en reuniones técnicas, sino en asambleas donde el pueblo defina los límites éticos de la tecnología.

Conclusión

Bolivia se encuentra ante una encrucijada histórica. La Inteligencia Artificial puede ser un puente hacia el desarrollo o una losa que consolide desigualdades. Para elegir el primer camino, debemos actuar en tres frentes: legislar con valentía, creando leyes que pongan los derechos humanos por encima del lucro tecnológico; educar con visión crítica, formando ciudadanos capaces de cuestionar algoritmos en lugar de someterse a ellos; e innovar con identidad, desarrollando IA que refleje nuestra plurinacionalidad y respete la Pachamama. El futuro digital no es un destino inevitable, sino una construcción colectiva. En nuestras manos está que la IA sea herramienta de liberación, no de opresión.

La Inteligencia Artificial es una herramienta poderosa que exige una respuesta reflexiva y proactiva por parte de Bolivia. Tenemos la responsabilidad histórica de construir un marco legal e institucional que guíe su desarrollo de manera ética, justa e inclusiva, arraigado en los principios de nuestra Constitución y en la cosmovisión del Vivir Bien. No podemos ser meros espectadores de esta revolución tecnológica. Debemos ser arquitectos activos de nuestro futuro digital, asegurando que la IA sirva al bienestar de todos los bolivianos, sin excepción. La oportunidad de sembrar un futuro digital con raíces firmes en nuestros derechos fundamentales está ante nosotros. ¡Tomémosla con responsabilidad y valentía!