En cada ciclo electoral, Bolivia presencia un desfile de rostros nuevos que prometen redención. Jóvenes entusiastas, líderes emergentes, outsiders empresariales o activistas de redes sociales son presentados como la alternativa inevitable frente a una vieja política desgastada. La promesa de renovación, sin embargo, es muchas veces solo un cambio de envoltorio: bajo trajes distintos, se ocultan las mismas prácticas que han socavado nuestra institucionalidad por décadas.
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Renovar no es maquillar. No se trata de sustituir nombres, sino de modificar estructuras, principios y cultura política. La verdadera renovación implica romper con el caudillismo, con el clientelismo, con la lógica de partido como empresa personal. Y en ese terreno, muchos de los supuestos renovadores fracasan desde el inicio.
La juventud no es garantía de lucidez, como la edad tampoco es sinónimo de sabiduría. En política, lo que importa no es la biografía, sino la visión de país, la ética de poder y el respeto por las reglas. Y ahí es donde la mayoría de nuestros “nuevos” políticos tropiezan: reproducen discursos populistas, construyen estructuras cerradas y personalistas, y rehúyen el debate programático. Muchos de ellos —a pesar de sus discursos frescos— terminan rodeados de operadores reciclados, aduladores profesionales o militantes mercenarios.
Un ejemplo recurrente es la obsesión por el marketing político. Se privilegia la imagen sobre el contenido, el algoritmo sobre la propuesta. Se aspira a likes, no a reformas. Este tipo de figuras emergentes pueden ganar simpatías momentáneas, pero rara vez logran consolidar una visión de largo plazo. Y lo que Bolivia necesita con urgencia es lo segundo.
Pero este fenómeno no se da en el vacío. Uno de los mayores obstáculos para la verdadera renovación son los propios partidos políticos, si es que aún podemos llamarlos así. Las organizaciones que ocupan el escenario electoral boliviano están, en su gran mayoría, capturadas por caudillos que ejercen un control patrimonial sobre las siglas. No existe vida orgánica, no hay congresos ni elecciones internas transparentes, no se construyen programas ni se forman cuadros. Lo que hay son clubes de amigos, aparatos de intereses o empresas familiares, donde las decisiones se toman en la intimidad de una oficina o un comedor, y no en el marco de estructuras democráticas.
Esta es una de las causas por las cuales la ciudadanía desconfía —con razón— de la política. El votante no encuentra opciones verdaderas, porque detrás de cada figura emergente sospecha la mano del viejo patrón. Por eso urge hablar no solo de nuevos candidatos, sino de nuevos partidos: partidos abiertos, deliberativos, con reglas internas claras, con liderazgos legitimados por la base y no impuestos por dedazo.
Tampoco ayuda el clima de marcado escepticismo colectivo. Muchos ciudadanos, hastiados por el fracaso de la vieja política, depositan sus esperanzas en cualquier figura emergente, sin exigirle claridad programática, coherencia ideológica ni equipo técnico. Esa credulidad emocional —comprensible, pero peligrosa— alimenta el ciclo de decepción continua. No hay reforma posible sin madurez ciudadana, y no hay madurez sin pensamiento crítico.
¿Entonces, qué hacer? Exigir más. Ser un “nuevo” político debería implicar una ruptura real con el pasado: prácticas transparentes, equipos meritocráticos, respeto a las instituciones, apertura al diálogo. Y ser un “nuevo” partido implica someterse a control democrático interno, rendir cuentas, garantizar participación de base. La ciudadanía no puede seguir aceptando estructuras herméticas que solo se activan cada cinco años, y luego se apagan hasta la siguiente elección.
Necesitamos, sí, una nueva generación de líderes. Pero también necesitamos una nueva ciudadanía, menos ingenua, más exigente. La verdadera revolución política no llegará por edad, sino por principios.
Renovar es más difícil que reemplazar. Y en Bolivia, ya no podemos darnos el lujo de seguir confundiendo el disfraz con lo verdadero.